Memoria social y pobreza estructural: límites de las teorías europeas en el caso del Museo Yalpana Wasi

Memoria social y pobreza estructural: límites de las teorías europeas en el caso del Museo Yalpana Wasi
Social memory and structural poverty: limits of European theories in the case of the Yalpana Wasi Memory Museum
Dámiler Díaz Terán 1,a
1 Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Buenos Aires, Argentina.
a Licenciado en Antropología.
Citar como: Díaz Terán, D. (2025). Memoria social y pobreza estructural: límites de las teorías europeas en el caso del Museo Yalpana Wasi. Desafíos, 16(2). https://doi.org/10.37711/desafios.2025.16.2.10
Recibido: 29-04-2025
Aceptado: 28-06-2025
Publicado en línea: 12-07-2025
RESUMEN
Este artículo examina los límites de las teorías europeas de la memoria en contextos de pobreza estructural a partir del caso del Museo Lugar de la Memoria Yalpana Wasi, en Junín, Perú. Se analiza cómo categorías elaboradas en sociedades con Estados consolidados no logran explicar realidades atravesadas por la desigualdad, el racismo y la exclusión institucional. La experiencia del Museo muestra tensiones entre memoria oficial e institucional, de una parte, y memorias comunitarias y subalternas, de la otra, que se expresan en prácticas orales, rituales, artísticas y silencios protectores. El estudio concluye que la memoria social en contextos andinos es encarnada, afectiva y territorializada y plantea la necesidad de una teoría latinoamericana que reconozca estas prácticas como soportes legítimos de reparación, dignidad y justicia simbólica.
Palabras clave: memoria social; lugares de memoria; pobreza estructural; contexto andino; memoria cultural; memoriacomunicativa; Yalpana Wasi; violencia política enel Perú
ABSTRACT
This article examines the limits of European memory theories in contexts of structural poverty based on the case of the Yalpana Wasi - Memory Museum in Junín, Peru. It analyzes how categories developed in societies with consolidated states fail to account for realities shaped by inequality, racism, and institutional exclusion. The museum’s experience reveals tensions between official, institutional memory on the one hand, and community and subaltern memories on the other, expressed in oral, ritual, and artistic practices as well as protective silences. The study concludes that social memory in Andean contexts is embodied, affective, and territorialized, and argues for a Latin American theory that recognizes these practices as legitimate foundations for reparation, dignity, and symbolic justice.
Keywords: social memory; sites of memory; structural poverty; Andean context; cultural memory; communicative memory; Yalpana Wasi; political violencein Peru.
INTRODUCCIÓN
Este artículo surge a partir de un hecho puntual: la solicitud de la Corte Superior de Justicia de Junín al Gobierno Regional para transformar el Lugar de la Memoria Yalpana Wasi en una unidad de flagrancia. Frente a esta propuesta, la Gerencia Regional de Desarrollo Social elaboró un diagnóstico que abordó no solo el marco normativo —considerando que dicho espacio forma parte de las reparaciones simbólicas que el Estado peruano se comprometió a implementar tras el conflicto armado interno de 1980-2000—, sino también la percepción social sobre su legitimidad como sitio de memoria, mediante un estudio aplicado en la ciudad de Huancayo, donde se ubica. Los resultados mostraron que, lejos de consolidarse como un espacio de duelo, reflexión y reconocimiento, el Yalpana Wasi (como se le conoce) es percibido por parte de la población, mayoritariamente, como un lugar de división, dolor e incluso como un homenaje al padre del exgobernador Vladimir Cerrón. Esta situación plantea una pregunta central: ¿por qué la memoria en el Perú —incluso en espacios formalmente destinados a su conmemoración— genera incomodidad, cuestionamiento e indiferencia, incluso entre las propias víctimas?
En las últimas décadas, los estudios sobre la memoria colectiva han cobrado relevancia en las ciencias sociales, particularmente en contextos marcados por la violencia política, las dictaduras, los desplazamientos y los traumas históricos. América Latina, en general, y el Perú, en particular, profundamente marcados por estas experiencias, han generado una abundante producción académica sobre las formas de recordar, silenciar o resignificar el pasado. No obstante, gran parte de este debate ha estado influida por enfoques teóricos europeos, especialmente los aportes de Maurice Halbwachs, Pierre Nora y Jan Assmann, articulados en torno al concepto de “memoria cultural”.
Halbwachs (2004) propuso que la memoria no es un proceso individual, sino colectivo, pues los recuerdos adquieren sentido dentro de marcos sociales que los organizan. Nora (2008) introdujo el concepto de “lugares de memoria” (lieux de mémoire), refiriéndose a espacios o símbolos que condensan el pasado en el presente, especialmente cuando la “memoria viva” ha desaparecido. Assmann (2011), por su parte, distinguió entre “memoria comunicativa” —transmitida por testigos directos— y “memoria cultural”, preservada a través de símbolos, rituales y textos. Aunque valiosas, estas teorías fueron desarrolladas en contextos europeos postindustriales, con Estados sólidos, ciudadanía consolidada e infraestructuras culturales consolidadas.
El caso peruano es sustancialmente distinto. Gran parte de su población ha vivido bajo condiciones históricas de pobreza estructural, exclusión institucional y desigualdad simbólica. En este escenario, la memoria social no se construye prioritariamente desde archivos estatales ni monumentos oficiales, sino que habita en la oralidad, el cuerpo, el silencio y los rituales comunitarios. La violencia sufrida durante el conflicto armado interno no fue procesada simbólicamente por el Estado y muchas comunidades continúan sosteniendo sus propios modos de recordar, resistir y llorar sin reconocimiento oficial.
Pues bien, este artículo sostiene que las teorías europeas de la memoria cultural resultan insuficientes para comprender los procesos de memoria en contextos de exclusión estructural como el peruano. Sin proponer su reemplazo, se plantea una relectura crítica que reubique y reformule estos marcos desde una mirada situada, afectiva y política. Se propone pensar la memoria como una práctica social encarnada, enraizada en territorios y cuerpos vulnerables, marcada por relaciones de poder, desigualdad y silencios impuestos.
A partir del análisis del caso peruano y del Lugar de la Memoria Yalpana Wasi, se busca no solo evidenciar los límites de las categorías teóricas hegemónicas, sino también contribuir a la formulación de una teoría latinoamericana —y particularmente andina— de la memoria social. Una teoría que no parta de abstracciones institucionales, sino de prácticas concretas, lenguajes comunitarios y luchas por el derecho a recordar de quienes históricamente han sido negados como sujetos de memoria.
En este marco, el presente análisis se apoya en una distinción conceptual que permita precisar términos frecuentemente empleados como sinónimos en los estudios sobre memoria. Memoria colectiva: proceso mediante el cual los grupos sociales construyen y transmiten recuerdos dentro de marcos de referencia compartidos (Halbwachs, 2004). Memoria cultural: modalidad de la memoria colectiva que se preserva mediante símbolos, textos, rituales y soportes materiales de larga duración (Assmann, 2011). Memoria social: campo más amplio que integra tanto formas institucionalizadas como prácticas comunitarias, afectivas y situadas en contextos de pobreza estructural (Jelin, 2002). Memoria oficial: aquella promovida y legitimada por instituciones estatales, generalmente mediante políticas públicas, archivos, monumentos y Museos. Memoria popular: memorias que emergen desde experiencias y prácticas comunitarias no institucionalizadas. Memoria subalterna: memoria popular producida por grupos históricamente marginados y excluidos de los relatos oficiales (Spivak, 2010). Esta precisión terminológica busca evitar ambigüedades y proporcionar un marco de referencia coherente para la discusión, reconociendo que cada categoría implica dinámicas diferenciadas de producción, transmisión y legitimación del recuerdo.
DESARROLLO
Contexto histórico de la creación del Museo Lugar de la Memoria- Yalpana Wasi
En junio del año 2014 se inauguró en la ciudad de Huancayo el Lugar de la Memoria “Yalpana Wasi - Wiñay Yalpanapa”, también llamado “Casa de la Memoria para recordar eternamente”, por su significado en quechua. El Museo, ubicado en el distrito de Chilca, fue concebido como un espacio regional de reparación simbólica dedicado a las víctimas del conflicto armado interno peruano (1980- 2000) y forma parte del Programa de Reparaciones Simbólicas establecido en la Ley N.º 28592, que creó el Plan Integral de Reparaciones para las víctimas de la violencia política. La implementación del Museo demandó una inversión de aproximadamente 9 millones de soles y su primer ciclo de visitas coincidió con la apertura del Lugar de la Memoria de Lima.
Aunque la iniciativa fue promovida inicialmente por asociaciones de víctimas del periodo de violencia política vivida en el Perú (1980- 2000), con el respaldo de la Pastoral Social del Arzobispado de Huancayo, su construcción fue posible gracias a una política pública impulsada por el Gobierno Regional de Junín durante la gestión de Vladimir Cerrón. La historia personal del entonces gobernador también está ligada al conflicto: su padre, Jaime Cerrón Palomino, fue secuestrado el 6 de junio de 1990 y hallado sin vida once días después. Aunque las circunstancias de su muerte no han sido esclarecidas, la museografía del Museo incluye su historia y señala que su esposa, madre del gobernador, fue víctima de amenazas y agresiones por parte de miembros de las fuerzas del orden.
Según Inga (2020), el impulso para la creación del Museo no solo se debió a una voluntad política institucional, sino que también respondió a una demanda social de memoria, liderada por organizaciones de víctimas y respaldada activamente por la Iglesia Católica local, a través de la Pastoral Social del Arzobispado de Huancayo. La autora destaca que, desde el año 2011, estas organizaciones venían articulando propuestas y exigencias para la construcción de un espacio conmemorativo regional. Así, el Yalpana Wasi surge como resultado de una configuración híbrida, en la que confluyen tanto el impulso estatal como las memorias comunitarias, aunque no exenta de tensiones en torno al control narrativo del espacio y su posterior apropiación social.
Desde sus inicios, el Yalpana Wasi enfrentó dificultades institucionales. La colocación de la primera piedra, en octubre de 2012, se realizó sin contar con la licencia municipal correspondiente, lo que generó tensiones entre el gobernador regional y el alcalde de Chilca, Abraham Carrasco, de signo político opuesto.
A pesar de estos inconvenientes, la construcción culminó en abril de 2014 y el Museo fue inaugurado el 11 de junio del mismo año. Sin embargo, seis meses después, con el cambio de autoridades tras las elecciones regionales, el Museo cerró sus puertas y quedó en una situación de indefinición administrativa.
En enero de 2015, la Municipalidad de Chilca propuso trasladar las oficinas administrativas al edificio del Museo, alegando vacíos legales en la entrega del terreno. Al mismo tiempo, se exigió la anulación de la Ordenanza Regional N.º 192-2014, promulgada el 30 de diciembre del año anterior, que había declarado al Yalpana Wasi Patrimonio Cultural de la Región y buscaba asegurar su continuidad. José Carlos Rivadeneyra, primer director del Museo, recordó que en el momento de su apertura no existían claridad institucional, ni instrumentos de gestión o presupuesto para su sostenibilidad.
Ante estos intentos de cierre, diversas organizaciones de víctimas y desplazados se organizaron para formar la Plataforma Social por el Lugar de la Memoria. En un primer pronunciamiento destacaron la importancia del Museo como política pública alineada con las recomendaciones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), denunciando el cierre como una ofensa hacia las víctimas. El Viceministerio de Derechos Humanos y Acceso a la Justicia, la Defensoría del Pueblo y la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos también se pronunciaron a favor de preservar el espacio y garantizar su funcionamiento.
A finales de enero de 2015, el Museo reabrió sus puertas. Las organizaciones sociales exigieron entonces la entrega formal del terreno, la institucionalización del Museo como organismo desconcentrado del Gobierno Regional y la asignación de presupuesto. No obstante, el 3 de marzo de ese mismo año, el Consejo Regional derogó la ordenanza que lo reconocía como patrimonio cultural. Aunque el argumento legal aludía a una falta de competencia para declarar esa categoría, en el debate se evidenciaron posturas críticas hacia el enfoque del Museo. Se argumentó que la narrativa museográfica no representaba a las “verdaderas víctimas” y que exaltaba a quienes consideraban responsables del conflicto, acusándolo de abrir heridas y alejarse de las prioridades de desarrollo de la población.
La derogación de la ordenanza implicó desmantelar la frágil institucionalidad que protegía al Yalpana Wasi, el primer Museo de la memoria creado por un gobierno regional en el país. El debate reveló la persistencia de tensiones en torno al significado de la memoria, la legitimidad del discurso de los derechos humanos y la resistencia de ciertos sectores a iniciativas de reparación simbólica. De acuerdo con Inga (2020), esta fragilidad también se explica por la escasa apropiación social del Museo, que, si bien fue defendido por sectores organizados, no logró consolidarse como referente de la memoria colectiva entre amplios sectores de la población regional.
A pesar de ello, el Museo continuó operando con limitaciones y, en octubre de 2015, se promulgó la Ordenanza Regional N.º 214-GRJ/CR, que lo declaró de interés público regional con carácter de intangible y constituyó el Comité Multisectorial Consultivo del Lugar de la Memoria.
Este Comité quedó integrado por el director del Museo (quien lo preside), un(a) representante de la Gerencia Regional de Desarrollo Social del GRJ, de la Dirección Regional de Comunicaciones, de la Municipalidad Distrital de Chilca, del Arzobispado de Huancayo, del Ministerio de Cultura, de la Comisión Multisectorial de Alto Nivel (CMAN), del Centro de Atención Psicosocial (CAPS), de las organizaciones de desplazados por la violencia política, de las organizaciones de víctimas, y de la Dirección Regional de Educación de Junín (DREJ). Entre sus funciones están la formulación del Reglamento Interno, el apoyo en la elaboración de documentos de gestión, la gestión ante cooperación internacional, la promoción del Centro de Documentación e Investigación y la implementación de acciones de intervención social en educación, salud mental, interculturalidad y comunicación.
En enero de 2021, el Yalpana Wasi fue formalmente incorporado al Sistema Nacional de Museos del Estado, lo que reforzó su reconocimiento como espacio de memoria regional y nacional. Así mismo, desde agosto de 2019 fue incluido en el circuito turístico del Valle del Mantaro, como una iniciativa que articula memoria, cultura y reflexión social.
Así, el Yalpana Wasi enfrentó obstáculos institucionales y las controversias políticas desde sus inicios, las que, con el devenir del tiempo se afianzaron en discursos que cobraron cada vez más fuerza debido al avance de proyectos autoritarios y nuevas lógicas de negación y conservadurismo. La pregunta es: ¿por qué?
Estudios de memoria desde las ciencias sociales europeas
El recorrido histórico e institucional del Yalpana Wasi no solo permite reconstruir los conflictos en torno a su creación y legitimidad, sino que abre una interrogante más profunda sobre los marcos teóricos empleados para analizar este tipo de espacios conmemorativos. Aunque el Museo fue concebido como un lugar de reparación simbólica, su limitada apropiación social y la fragilidad de su institucionalidad evidencian un desfase entre los discursos oficiales de memoria y las formas locales de recordar. Este desfase difícilmente puede comprenderse sin una revisión crítica de las categorías teóricas que han predominado en los estudios sobre memoria colectiva. Por ello, se presenta a continuación una revisión de los enfoques europeos más influyentes, cuyas limitaciones resultan evidentes cuando se aplican en contextos atravesados por pobreza estructural, exclusión histórica y pluralidad de memorias subalternas, como ocurre en el Perú.
En el campo de los estudios de la memoria, las contribuciones de Maurice Halbwachs, Pierre Nora y Jan Assmann han sido fundamentales para conceptualizar el recuerdo como un fenómeno social, simbólico y culturalmente mediado. Estas propuestas, formuladas en sociedades europeas posbélicas, conciben la memoria como una construcción colectiva organizada por marcos sociales de referencia (Halbwachs, 2004), materializada en “lugares de memoria” (Nora, 2008) y transmitida a través de distinciones entre formas comunicativas y culturales (Assmann, 2011). No obstante, su aplicación al contexto peruano exige un examen crítico.
En primer lugar, estos marcos teóricos se apoyan en supuestos estructurales que no siempre se verifican en América Latina y, en particular, en regiones andinas donde predomina la pobreza estructural. Halbwachs sostiene que la memoria colectiva se articula sobre la base de grupos sociales estables con referencias compartidas; un presupuesto difícil de sostener en territorios desarticulados por violencia prolongada, desplazamientos forzados y fragmentación institucional. De forma similar, Nora plantea que los “lugares de memoria” emergen cuando la memoria viva se ha debilitado y requiere fijarse en objetos simbólicos, archivos o monumentos. Pero ¿qué ocurre en sociedades donde el Estado nunca reconoció esa memoria viva y donde el archivo es inaccesible o inexistente?
En América Latina, el uso acrítico de estas categorías puede generar un efecto de “trasplante conceptual” que invisibiliza las particularidades locales. Como advierte Jelin (2002), es necesario problematizar la importación de teorías elaboradas en sociedades industrializadas con Estados de bienestar consolidados, pues en contextos como el peruano la memoria se produce no en archivos estatales o monumentos oficiales, sino en prácticas comunitarias, rituales cotidianos y expresiones culturales. En esa misma línea, De Sousa Santos (2018) propone las “epistemologías del Sur” como una alternativa frente al pensamiento eurocéntrico, planteando la necesidad de una ecología de saberes que reconozca los conocimientos situados en las luchas sociales y culturales de los pueblos históricamente oprimidos.
En el Perú, la memoria del conflicto armado interno (1980-2000) no ha encontrado un cauce simbólico legítimo y compartido. Pese a los esfuerzos de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR, 2003), las reparaciones simbólicas han sido fragmentarias, frágiles y frecuentemente cuestionadas. El Yalpana Wasi ilustra este fenómeno: diseñado como un espacio conmemorativo y pedagógico, ha sido percibido por sectores de la población como un monumento politizado o ajeno a las experiencias de las víctimas. Su asociación con el exgobernador regional Vladimir Cerrón ha acentuado la percepción de instrumentalización partidaria, debilitando su función reparadora. En contraste, como señala Vich (2015), las “poéticas del duelo” han mostrado que es a través de intervenciones artísticas y culturales —retablos, cantutas, fotografías— que los imaginarios ciudadanos han sido interpelados con mayor fuerza, introduciendo en el espacio público verdades incómodas sobre la violencia que el discurso oficial tiende a invisibilizar.
Este escenario plantea una pregunta clave: ¿por qué un espacio de memoria institucionalizado no logra generar identificación ni legitimidad entre quienes deberían ser sus principales interlocutores? La respuesta excede la falta de pedagogía o el déficit de políticas públicas y remite a cuestionar las categorías mismas desde las que se concibe la memoria cultural.
Uno de los límites centrales de las teorías europeas radica en que parten de un Estado que, aunque problematizado, actúa como agente estructurador del recuerdo. Nora escribe desde una Francia con un “archivo nacional” capaz de organizar el relato colectivo, incluso en medio de disputas simbólicas sobre su contenido. En el Perú, en cambio, el Estado ha sido históricamente excluyente y fragmentario. Como advierte Quijano (2000), la “colonialidad del poder” no solo ha configurado las relaciones de explotación económica, sino también las formas de representación y legitimación simbólica. El sujeto indígena, campesino o migrante ha sido excluido, tanto del acceso a derechos como del derecho a la memoria.
En contextos de pobreza estructural, la memoria habita el cuerpo, la oralidad, la música y el silencio, más que el archivo o el monumento. La violencia no se procesa en Museos, sino en rituales comunitarios, en huaynos que narran pérdidas o en silencios que protegen frente a la estigmatización. Como sostiene Jelin (2002), la memoria es un “campo de disputa” y, en contextos excluidos, esta disputa rara vez encuentra canales institucionales para expresarse. Muchas víctimas del conflicto armado no buscan visibilidad ante el Estado, sino preservar el recuerdo en espacios íntimos y comunitarios, donde el relato se vive más que se narra.
En estas condiciones, el silencio no equivale al olvido; más bien es, con frecuencia, duelo inacabado, autocuidado o resistencia. Recordar puede implicar riesgo y la exposición pública puede reabrir heridas o provocar revictimización. Spivak (2010) recuerda que “el subalterno” no solo carece de voz, sino que, cuando habla, no es escuchado en sus propios códigos. En el Perú, las mujeres quechuahablantes víctimas de la violencia han sido invisibilizadas no solo por el Estado, sino también por los marcos académicos que definen qué memorias merecen atención.
En el caso del Yalpana Wasi, la distancia entre discurso institucional y la experiencia popular es evidente. Su diseño como espacio de reparación simbólica no garantizó legitimidad, lo que revela el desfase entre el modelo institucional de “memoria cultural” y las formas situadas de recordar en comunidades marcadas por la precariedad extrema. La existencia física de un “lugar de memoria” no asegura su apropiación social, menos aun cuando las prácticas locales de rememoración han sido históricamente marginadas o criminalizadas.
Por ello, no se trata de replicar esquemas europeos, sino de construir una teoría latinoamericana —y andina— de la memoria social, que incorpore prácticas no hegemónicas de rememoración. En muchas comunidades rurales e indígenas, el recuerdo se expresa en cantos, peregrinaciones, fiestas patronales, rituales agrícolas o silencios compartidos. Estas formas, aunque no busquen visibilidad, poseen densidad simbólica y fuerza política.
Rivera Cusicanqui (2010) y Walsh (2012) han insistido en la urgencia de “epistemologías decoloniales” que reconozcan saberes subalternos como formas activas de producción de sentido. Recordar, en este marco, no es solo narrar el pasado, sino resistir el olvido impuesto, afirmar la continuidad comunitaria y disputar el monopolio estatal sobre los relatos históricos.
Esto exige repensar nociones como “archivo” y “documento”. En el mundo andino, el cuerpo es archivo, la tierra es archivo y la palabra oral es archivo. La idea de que solo lo escrito o monumentalizado constituye memoria es una herencia colonial que debe ser desmontada. La propia CVR mostró que los testimonios orales en lenguas originarias desbordan marcos cronológicos y jurídicos, pues en ellos no solo hay denuncia, sino reconstrucción de un mundo destruido por la violencia.
En suma, el caso peruano evidencia que las teorías europeas de la memoria cultural, lejos de ser universales, responden a contextos históricos y culturales específicos. Para que resulten útiles en América Latina, deben ser no solo traducidas, sino desplazadas, deconstruidas y reescritas desde las experiencias concretas de quienes han sido históricamente negados como sujetos de memoria.
Así, los aportes de Halbwachs, Nora o Ricoeur no deben ser desechados, pero sí contextualizados y complementados. En el caso peruano, el desafío consiste en articular estas teorías con los enfoques decoloniales y latinoamericanos que subrayan la centralidad de las memorias subalternas, la pluralidad de voces y la agencia de comunidades históricamente marginadas (Quijano, 2000; Segato, 2013).
Límites y relecturas de las teorías europeas en contextos de pobreza estructural
Si bien las contribuciones de Halbwachs, Nora y Assmann han sido fundamentales para la consolidación de los estudios sobre memoria colectiva y cultural, su traslado a realidades marcadas por la pobreza estructural y la exclusión histórica requiere una relectura crítica que dialogue con los marcos teóricos surgidos en América Latina y otras regiones del Sur Global. Las condiciones de origen de estas teorías — sociedades postindustriales, Estados consolidados, ciudadanía plena e infraestructuras culturales desarrolladas— contrastan profundamente con el contexto de amplios sectores de la región andina, cuya experiencia histórica ha estado atravesada por desigualdad persistente, fragmentación estatal y racismo estructural (Quijano, 2000; Jelin, 2002).
La pobreza estructural no se limita a la insuficiencia de ingresos, sino que refiere a desigualdades que se reproducen históricamente mediante la exclusión en el acceso a bienes materiales, derechos y capitales culturales (Bourguignon & Chakravarty, 2003; González de la Rocha, 2001). Esta forma de pobreza conlleva también la negación de espacios de representación simbólica, lo que afecta directamente a los procesos de memoria. En contextos donde el Estado ha sido históricamente ausente o percibido como opresor, los marcos colectivos de referencia que describe Halbwachs (2004) carecen de estabilidad y los “lugares de memoria” propuestos por Nora (2008) no cuentan con la legitimidad —o siquiera la existencia material— que dichas teorías presuponen.
Diversos autores latinoamericanos han subrayado que, en estos entornos, la memoria se transmite mediante prácticas no institucionalizadas, como el canto, la ritualidad, las peregrinaciones o el silencio entendido como estrategia de protección y resistencia (Del Pino, 2008; Stern, 2006). La noción de “memoria cultural” de Assmann (2011), centrada en la permanencia de símbolos y textos, no abarca plenamente estos “archivos vivientes” en los que el cuerpo, la oralidad y la tierra misma actúan como soportes del recuerdo. Como plantea Rivera Cusicanqui (2010), estas prácticas configuran un “pensamiento ch’ixi” en el que coexisten, sin fusionarse, elementos de diferentes horizontes culturales, desafiando la homogeneidad narrativa que suelen privilegiar las teorías europeas.
Desde la crítica decolonial, se enfatiza que la epistemología de la memoria en contextos subalternos debe construirse desde sus propias lógicas de producción y transmisión de sentido y no a partir de la adaptación de categorías externas (Spivak, 2010; Walsh, 2012). El “derecho a la memoria” implica no solo ser incorporado en relatos oficiales, sino también preservar y ejercer formas propias de recordar y resignificar el pasado, incluso si estas resultan invisibles o ilegibles para el aparato estatal o la academia. En el caso peruano, las memorias del conflicto armado interno no se articulan necesariamente en Museos o archivos, sino en espacios rituales comunitarios, canciones en lenguas originarias y prácticas agrícolas vinculadas al calendario festivo.
Proponer una teoría situada de la memoria social supone reconocer que la materialidad y las formas de transmisión del recuerdo dependen de condiciones históricas y políticas específicas. En esta perspectiva, la memoria no es únicamente un bien cultural resguardado en archivos o monumentos, sino también una práctica encarnada, afectiva y territorializada. Ello dialoga con la noción de “memoria encarnada” de Taylor (2003), que entiende el recuerdo como saber transmitido a través de la performance, el gesto y el cuerpo, así como con la idea de “memoria viva” desarrollada por movimientos sociales latinoamericanos (Jelin, 2002; Wills, 2006).
Aplicar esta mirada situada al caso del Yalpana Wasi permite comprender por qué, a pesar de su existencia física y respaldo institucional, el Museo no logró consolidarse como un referente legítimo para amplios sectores de la población. La desconexión entre su narrativa museográfica —basada en criterios institucionales— y las prácticas locales de memoria revela que, en contextos de pobreza estructural, el capital simbólico de un espacio conmemorativo depende menos de su monumentalidad y más de su capacidad para dialogar con las formas vividas de recordar.
Por tanto, no se trata de descartar las teorías europeas, sino de reconocer sus límites y reescribirlas desde las realidades históricas del Sur, incorporando las voces y prácticas de quienes han sido históricamente negados como sujetos de memoria. Este enfoque implica reconocer el archivo oral y corporal como legítimo, así como comprender que el silencio y la invisibilidad pueden ser formas activas de resistencia y duelo, más que simples indicadores de olvido.
Frente a estas limitaciones, se vuelve necesario plantear relecturas. Desde los enfoques decoloniales y poscoloniales, autores como Quijano (2000) o Segato (2013) muestran que la memoria en América Latina está profundamente atravesada por la “colonialidad del poder y del saber”. Esto exige pensar los “lugares de memoria” no solo como hitos materiales, sino también como espacios relacionales donde las comunidades elaboran el duelo, la justicia y la dignidad frente a un Estado que muchas veces no los reconoce.
En este sentido, los contextos de pobreza estructural no deben entenderse como un vacío, sino como un terreno fértil para la producción de nuevas formas de recordar y resignificar. Estas memorias, aunque fragmentadas, se constituyen en un acervo vital para pensar alternativas al modelo eurocéntrico, iluminando experiencias donde la precariedad se convierte en recurso creativo y la oralidad adquiere un rol central en la transmisión intergeneracional. Así, los límites de las teorías europeas son también una oportunidad para enriquecer el debate global sobre la memoria desde las voces del Sur.
Memoria encarnada, arquitectura del duelo y prácticas subalternas de rememoración
En contextos de violencia política y pobreza estructural, la memoria se encarna en los cuerpos y en los territorios, más que en archivos oficiales o monumentos estatales. El dolor de las pérdidas, los desplazamientos forzados y la precariedad cotidiana generan lo que algunos autores denominan una “arquitectura del duelo” (Robben, 2005), donde las huellas de la violencia no solo se inscriben en lugares físicos, sino también en la corporalidad de los sobrevivientes. Las cicatrices, las ausencias familiares y las prácticas de duelo interrumpido son formas en las que la memoria permanece viva, aun cuando el Estado no la reconoce.
Frente a los límites de las teorías europeas de la memoria, América Latina ha desarrollado un corpus crítico que, desde la experiencia concreta de las violencias estructurales, el racismo y el olvido institucional, propone formas alternativas de concebir y practicar el recuerdo. En este marco, la memoria no se entiende únicamente como una categoría académica o jurídica, sino como una práctica de resistencia cultural y de lucha simbólica frente a la negación histórica.
Autores como Jelin (2002), Crenzel (2014) y Wills (2006) han mostrado que las memorias del conflicto en la región suelen construirse en escenarios de desigualdad social, represión estatal o silencio forzado, lo que convierte el acto de recordar en un ejercicio político “desde abajo”. Estas memorias no se alojan exclusivamente en Museos o archivos estatales, sino que se materializan en rituales, cantos, peregrinaciones y expresiones artísticas populares, donde el cuerpo, la oralidad y la cultura se convierten en soportes fundamentales de transmisión, especialmente cuando el Estado ha fracasado como garante simbólico.
En el caso peruano, las investigaciones de Roca (2015), Del Pino (2008), Delgado Ponce (2017) e Inga (2020) permiten comprender la memoria no solo como evocación del sufrimiento, sino como afirmación de una identidad comunitaria que resiste a la desposesión y el silenciamiento. Delgado Ponce (2017) evidencia que los Museos de la memoria en el Perú se construyen en medio de tensiones: el impulso por institucionalizar, la disputa por la narrativa oficial, la persistencia de memorias comunitarias y la injerencia de actores políticos que instrumentalizan el dolor.
En la misma línea, Inga (2020) analiza cómo la creación del Yalpana Wasi estuvo marcada por disputas entre el gobierno regional, las organizaciones de víctimas y sectores sociales con posiciones divergentes frente al conflicto. El Museo, inicialmente sostenido por asociaciones de víctimas y la Iglesia local, experimentó posteriormente discontinuidades institucionales, apropiaciones políticas y resistencias sociales. Ello lo convierte en un caso paradigmático de la tensión entre memoria oficial, memoria popular y memoria ausente.
Testimonios recogidos por el Colectivo Yuyarisun en Huancavelica o el Lugar de la Memoria de Ayacucho (ANFASEP) muestran que el recuerdo del conflicto armado se expresa también en el bordado, el canto, las peregrinaciones a lugares sagrados y los silencios compartidos. Estas formas de rememoración desbordan los marcos estatales y jurídicos, configurando un archivo corporal y simbólico profundamente enraizado en la historia de los pueblos andinos.
Tal como advierte Quijano (2000), estas memorias deben ser pensadas desde la “colonialidad del poder”, entendiendo que la negación de la memoria subalterna forma parte del orden colonial moderno. El desafío, por tanto, no es solo incluir estas voces en los discursos estatales, sino transformar las categorías con las que el Estado y la academia comprenden el acto de recordar.
Desde esta perspectiva, la memoria en el Perú no puede limitarse a una política pública; debe asumirse también como un proceso cultural, social y afectivo, encarnado en las prácticas cotidianas de las comunidades. El Yalpana Wasi, como espacio institucional, está llamado no solo a representar el pasado, sino a dialogar con las formas locales de memoria, reconocerlas y dejarse transformar por ellas.
En suma, el pensamiento latinoamericano y peruano sobre la memoria desplaza el énfasis de una visión archivística y monumental hacia una memoria encarnada, vivida y situada. Esto implica no solo teorizar “desde el Sur”, sino también construir dispositivos de memoria que reconozcan la pluralidad, acepten el conflicto simbólico y renuncien a clausurar el pasado en una narrativa única o totalizante.
El caso del Yalpana Wasi, en Huancayo, refuerza esta perspectiva. Más que un “lugar de memoria” en sentido clásico, se presenta como un espacio comunitario donde convergen archivos testimoniales, actividades culturales y performances conmemorativas que permiten encarnar la memoria en prácticas vivas. Allí, la música huanca, los talleres artísticos y las narraciones orales se convierten en vehículos de transmisión intergeneracional del dolor y la esperanza, configurando un duelo colectivo que desafía el olvido institucional.
Estas prácticas subalternas de rememoración cuestionan la hegemonía de las formas occidentales de monumentalizar el recuerdo. Frente a la rigidez de los memoriales oficiales, los cuerpos, los cantos y los objetos cotidianos se convierten en soportes de una memoria insurgente que no depende del reconocimiento estatal para existir. En este sentido, la memoria encarnada y comunitaria no solo complementa, sino que redefine el campo de los estudios de la memoria, aportando categorías nacidas desde la experiencia histórica del Sur global.
El caso Yalpana Wasi a la luz de las teorías de la memoria
El recorrido histórico e institucional del Yalpana Wasi evidencia, con particular claridad, los límites de las categorías teóricas europeas cuando se aplican a contextos atravesados por pobreza estructural, exclusión histórica y desconfianza hacia las instituciones estatales. Halbwachs (2004) plantea que la memoria colectiva se sostiene sobre marcos sociales estables y referencias compartidas; sin embargo, la violencia política que afectó a Junín entre 1980 y 2000 provocó desplazamientos masivos, desarticulación comunitaria y un profundo debilitamiento de las instituciones locales (CVR, 2003). En estas condiciones, los grupos llamados a sostener la memoria común fueron precisamente los más afectados, dificultando la existencia de un marco social sólido para anclar el recuerdo, tal como lo concibe Halbwachs.
De forma similar, la noción de “lugar de memoria” de Nora (2008) presupone un proceso en el que la memoria viva se transforma en un objeto o espacio simbólico capaz de condensar el pasado. El Yalpana Wasi fue concebido bajo esa premisa, pero su trayectoria demuestra que la mera existencia física de un Museo no garantiza su apropiación social. La asociación del espacio con intereses políticos particulares —en especial, con la figura del entonces gobernador regional Vladimir Cerrón— erosionó su legitimidad (Inga, 2020). Así, lejos de convertirse en un referente consensuado, el Museo quedó inscrito en un escenario de disputa simbólica y desconfianza popular hacia el Estado y las élites políticas.
En el caso de la distinción que propone Assmann (2011) entre memoria comunicativa y memoria cultural, las dificultades son igualmente evidentes. La memoria comunicativa —transmitida oralmente por testigos directos— sigue siendo esencial en comunidades andinas donde la transmisión intergeneracional se realiza en quechua, a través de cantos, relatos y festividades. Sin embargo, esta dimensión no fue incorporada de manera significativa en la narrativa museográfica del Yalpana Wasi, que privilegió elementos propios de la memoria cultural institucionalizada. El resultado fue un desfase entre la memoria vivida y la representación oficial, reproduciendo la distancia que Jelin (2002) y Del Pino (2008) identifican entre memoria popular e institucional.
Estos desajustes confirman que la memoria en contextos de desigualdad no puede analizarse al margen de las relaciones de poder y la disputa por el derecho a recordar. En el Yalpana Wasi, la combinación de una institucionalidad débil y la subrepresentación de las memorias comunitarias propició un escenario de resistencia silenciosa, donde muchas víctimas optaron por preservar sus recuerdos en espacios íntimos, comunitarios o rituales, fuera del alcance del Museo.
De ahí que la lectura del caso requiera un marco conceptual situado, capaz de integrar los soportes y prácticas que en Junín han sostenido el recuerdo: desde los huaynos, que narran el dolor, hasta las peregrinaciones y rituales agrícolas, pasando por el silencio como forma de protección frente a la estigmatización y la revictimización. Tal como han señalado autores latinoamericanos y andinos, una teoría de la memoria social en clave regional debe reconocer que el valor político y simbólico de un espacio conmemorativo no depende únicamente de su monumentalidad, sino de su capacidad de dialogar con las formas vividas de recordar.
CONCLUSIONES
El análisis del caso del Yalpana Wasi como espacio de memoria en el Perú permite cuestionar críticamente la aplicabilidad de las teorías europeas de la “memoria cultural” en contextos de pobreza estructural y exclusión histórica. Si bien las propuestas de Halbwachs, Nora y Assmann han sido fundamentales para la consolidación de un campo de estudio sobre la memoria colectiva, sus marcos teóricos resultan insuficientes cuando se trasladan a realidades profundamente atravesadas por desigualdades, desposesión y formas subalternas de rememoración como las que caracterizan a muchas regiones andinas del Perú.
En primer lugar, queda claro que los supuestos de estabilidad institucional, ciudadanía plena y acceso universal a los mecanismos de construcción del recuerdo —como archivos, monumentos y Museos—
no se verifican en territorios donde el Estado ha estado históricamente ausente o ha sido percibido como una entidad opresora. En dichos contextos, el acto de recordar no se canaliza mediante dispositivos oficiales, sino a través de prácticas cotidianas, orales, rituales y comunitarias. En consecuencia, el estudio propone un desplazamiento epistemológico: pasar de un modelo de memoria centrado en el archivo, la monumentalidad y la institucionalización, hacia uno que reconozca la memoria como un proceso encarnado, afectivo y situado.
El caso del Yalpana Wasi ilustra esta tensión de forma paradigmática. A pesar de haber sido concebido como un lugar de reparación simbólica tras el conflicto armado interno (1980-2000), el Museo ha enfrentado constantes disputas políticas, procesos de deslegitimación y una apropiación social fragmentaria. Estas dificultades no pueden explicarse únicamente por una deficiencia en su gestión o una falta de pedagogía ciudadana, sino que revelan un desfase más profundo entre las formas institucionales del recuerdo y las memorias locales que no encuentran un lugar en los marcos narrativos oficiales. La distancia entre la memoria oficial y la memoria vivida no es un problema de implementación, sino de concepción.
En segundo lugar, el texto demuestra que, en contextos marcados por la violencia política, el racismo estructural y el silenciamiento histórico, la memoria adquiere una dimensión política de resistencia. Recordar, en estas condiciones, no es una práctica neutra, sino un acto de afirmación identitaria, de reclamo de dignidad y de disputa simbólica por el derecho a narrar la historia desde abajo. Por ello, la memoria subalterna no siempre busca ser institucionalizada ni reconocida por el Estado; muchas veces, encuentra en el silencio, el canto, la fiesta o el cuerpo, los propios medios para conservar el duelo y sostener la vida. Tales expresiones deben ser reconocidas como legítimas, incluso si no responden a los cánones académicos o estatales de validación.
Además, se plantea que las memorias en contextos como el peruano no son homogéneas ni consensuadas, sino múltiples, conflictivas y en constante disputa. La pluralidad de voces que emergen en torno al conflicto armado —víctimas, perpetradores, sobrevivientes, familiares, comunidades— impide reducir la memoria a una narrativa única o pacificada. Frente a ello, el artículo propone un enfoque que abrace el conflicto simbólico como parte constitutiva del ejercicio de recordar, sin clausurar el pasado en una sola interpretación.
Finalmente, se concluye que es urgente avanzar en la formulación de una teoría latinoamericana —y en particular andina— de la memoria social, que parta no de los dispositivos formales del recuerdo, sino de las prácticas concretas de los pueblos históricamente excluidos. Esta teoría debe reconocer que el archivo no siempre es un edificio ni un documento escrito, sino que puede ser también un cuerpo que danza, una canción que resiste, una peregrinación silenciosa o una comunidad que se niega a olvidar.
Así, el texto no se limita a cuestionar la pertinencia de las teorías europeas, sino que propone una relectura crítica que las descentre, las desplace y las reescriba desde el Sur. En este esfuerzo, el caso del Yalpana Wasi no es un ejemplo fallido, sino una advertencia clara: si los espacios de memoria no dialogan con las formas locales de recordar, corren el riesgo de convertirse en monumentos vacíos, ajenos o incluso repudiados. Para evitar ello, es necesario que las políticas públicas de memoria reconozcan la densidad simbólica de las prácticas populares, abran canales de participación real y se despojen de pretensiones de neutralidad para asumir su papel como campos de disputa política y cultural.
En suma, el análisis del Yalpana Wasi permite constatar los límites de aplicar marcos teóricos europeos en contextos de pobreza estructural, donde la memoria social no se sostiene en archivos oficiales sino en prácticas culturales, comunitarias y afectivas. Tal constatación se vincula con la propuesta de las “epistemologías del Sur”, que plantean la necesidad de una ecología de saberes orientada a reconocer y legitimar los conocimientos producidos en las luchas de los pueblos históricamente oprimidos (De Sousa Santos, 2018). A su vez, la experiencia peruana muestra que la construcción de memorias colectivas no puede desligarse del ámbito simbólico y artístico; así, como señala Vich (2015), las “poéticas del duelo” interrumpen silencios oficiales e introducen en la esfera pública las verdades incómodas del conflicto armado, contribuyendo a elaborar un duelo compartido y a generar reconocimiento para las víctimas. De este modo, justicia cognitiva y justicia simbólica aparecen como dimensiones inseparables: sin ellas, toda política de memoria corre el riesgo de quedar reducida a una institucionalidad frágil o instrumentalizada.
En definitiva, avanzar hacia una teoría latinoamericana de la memoria exige reconocer que el archivo puede ser una fiesta, una peregrinación o un cuerpo que se niega a olvidar. El Yalpana Wasi nos enseña que recordar es un acto político y vital; un recordatorio de que, incluso en medio de la pobreza y la exclusión, la memoria sostiene la dignidad, disputa la historia y proyecta la esperanza de un futuro distinto.
REFERENCIAS
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Fuentes de financiamiento
El ensayo fue autofinanciado.
Conflictos de interés
El autor declara no tener conflictos de interés.
Correspondencia
Dámiler Díaz Terán
E-mail:damiler.diaz.teran@gmail.com
