ENSAYO
Los monstruos en mi
vida: análisis de la violencia en Pelea de Gallos de María Fernanda Ampuero
The monsters in my life: An
analysis of violence in
Pelea de Gallos by María Fernanda Ampuero
Manuel Gonzalo Villavicencio Quinde 1,a
Citar como: Villavicencio Quinde, M. G. (2025). Los monstruos en mi
vida: análisis de la violencia en Pelea de Gallos de María Fernanda Ampuero. Desafíos, 16(1).
https://doi.org/10.37711/desafios.2024.15.2.434
Recibido:
25-10-2024
Aceptado:
03-01-2025
RESUMEN
El
objetivo de este ensayo fue analizar los mecanismos de contrapoder en la obra
Pelea de Gallos (2018), de María Fernanda Ampuero, a
partir de la categoría de lo monstruoso, para evidenciar de qué manera los
personajes femeninos que han sido violentados física y simbólicamente tensan,
resisten y subvierten el paradigma patriarcal. Por esta razón, nuestro estudio
se sustenta sobre los aportes de Canguilhem (1966),
Gutiérrez Mouat (2004), Cohen (1996), Giorgi (2009) y Koricancic
(2011), entre otros, en torno a la evolución y concepción de lo monstruoso, y cómo
esta categoría se transforma en un dispositivo de defensa frente al maltrato
sufrido por los protagonistas de los relatos durante su niñez, juventud y
adultez. Del mismo modo, son importantes los aportes de Foucault (1976), sobre
todo en lo referente a las relaciones de poder y contrapoder, y sus reflexiones
en torno al biopoder, específicamente en lo que se
refiere al control de los cuerpos.
Palabras
clave: literatura escrita por mujeres; lo monstruoso;
violencia; literatura gótica; análisis.
ABSTRACT
The objective of this essay is
to analyze the mechanisms of counterpower in Pelea de Gallos (2018) by María Fernanda Ampuero, through
the lens of the category of the monstrous, in order to reveal how female
characters who have been subjected to physical and symbolic violence challenge,
resist, and subvert the patriarchal paradigm. This study draws on the
theoretical contributions of Canguilhem (1966),
Gutiérrez Mouat (2004), Cohen (1996), Giorgi (2009),
and Koricancic (2011), among others, regarding the
evolution and conceptualization of the monstrous, and how this category becomes
a device of defense against the abuse experienced by the protagonists during
childhood, adolescence, and adulthood. The work of Foucault (1976) is also
central, particularly his reflections on power and counterpower
relations, and on biopower, especially in relation to
the control of bodies.
Keywords: women’s literature; the monstrous;
violence; gothic literature; analysis
Filiación y grado académico
1 Universidad
de Cuenca, Cuenca, Ecuador.
a Doctor
en Literatura Latinoamericana.
INTRODUCCIÓN
El
monstruo ha sido un tema recurrente a lo largo de la historia de la literatura.
La representación de los seres monstruosos se remonta a la mitología
grecolatina clásica a través de seres antropomorfos dotados de poderes
fantásticos, sobre la cual se fundamenta la literatura occidental. De esta
variedad de personajes destacamos a Medusa, descrita por poetas como Ovidio
(2005), quien en su Metamorfosis nos habla de una “hermosa doncella”,
sacerdotisa del templo de Atenea, que fue violada por Poseidón, levantando la
furia de la diosa, quien transformó los bellos cabellos de la joven en cabeza
de serpientes, condenándola a convertir en piedra a cualquiera que la mirase a
los ojos. Esta alusión es importante, pues permite la construcción de un
imaginario femenino en torno a este ser mitológico, y el poder de la palabra
para denunciar la violencia física, sicológica y simbólica.
En América Latina, por su parte, la presencia del monstruo
se destaca desde el encuentro de culturas durante la colonización, donde se
narró al “otro” desde la idea preconcebida que los colonizadores tenían del
mundo hasta el momento, y donde las amazonas o los gigantes de la Patagonia
eran seres descritos desde una mirada extrañada frente a lo desconocido. Ahora
bien, ¿cómo se concibe al monstruo y la monstruosidad en la actualidad? Canguilhem, en su obra Lo normal y lo patológico (1966),
manifiesta que estos términos han sido empleados a lo largo de historia, no
solo literaria, de forma parcializada. En esta misma línea, Gutiérrez Mouat (2004) afirma que el problema de la retórica de la
monstruosidad radica en una suerte de hiperinflación o sobreexplotación del
término, que ha terminado devaluándolo en su constante uso desde el mito, el
devenir animal, la sexualidad, entre otros. Por lo anterior, Cohen (1996)
propone resignificar el término “monstruo” para eliminar su carga peyorativa,
donde prevalece lo feo y lo siniestro, para adecuarlo a las nuevas perspectivas
de análisis cultural y social.
En este sentido, Canguilhem
(1966) afirma que el monstruo es “un fallo morfológico a nuestros ojos” (p.
201), desde donde podemos atender dos aspectos: por un lado, se reconoce la
carga peyorativa de emplear “fallo” como sinónimo de error; por otro lado, recarga
la responsabilidad de que, desde nuestra subjetividad, vemos a “lo otro” y nos
parezcan monstruosos aquellos cuerpos que explicitan aspectos poco
convencionales (en un sentido biomédico), desafiando el horizonte de
expectativas socioculturales impuestas. En otras palabras, lo monstruoso será
aquello que transgreda el modelo impuesto por el poder dominante.
Foucault (1976) deja de lado el factor corporal y trata
el elemento social para repensar al monstruo y lo monstruoso. Así, subraya que
la importancia de un sujeto radica en el lugar que este ocupa dentro de las
estructuras discursivas de la sociedad. Bajo esta premisa se entiende por qué
la etiqueta de monstruo recae en seres abyectos, cuyo lugar dentro de la
sociedad intenta ser ocultado o eliminado por el orden social dominante. Las
situaciones monstruosas ponen en tela de juicio lo precario de la división
binaria entre lo público y privado, poniéndola en tensión y mostrando los
efectos que tiene desdibujar la claridad de los límites. Según este autor, nos
convertimos en sujetos al subordinarnos a las normas sociales del momento. Por
el contrario, la subjetivación del personaje monstruoso será hacia las
formaciones discursivas que involucran la concepción prestablecida de lo que se
entienda como “monstruo”.
En este sentido, la modernidad ve nacer a una forma más
eficiente de ejercer el poder. Se supera la antigua percepción de que el poder
se limita únicamente a dejar morir o hacer vivir, puesto que el biopoder (Foucault, 1976) será la forma más efectiva de
controlar los cuerpos vivientes para volverlos más dóciles, eficientes y sanos.
Giorgi (2009) avanza un poco más, ya que explica que la figura
del monstruo actúa como un instrumento de expresión de los límites de las
ansiedades, repudios y fascinaciones de los imaginarios sociales y culturales.
Por esto, para Cohen (como se citó en Giorgi, 2009),
el cuerpo del monstruo “es pura cultura”, pues sus componentes “atraviesan las
ficciones culturales y la imaginación social” (p. 323). Entonces, los monstruos
son presentados según el imaginario colectivo dentro del contexto
latinoamericano, conformado por seres innombrables e innombrados que forman un
lumpen1 marginal.
Para Flores (como se citó en Giorgi,
2009), los monstruos literarios “arrastran su escritura al lector y sus
construcciones normativas de la realidad” provocando el placer de cualquier
derribamiento de límites, aunque en este caso sea un “placer incómodo” (p.
327). En este sentido, “frente a los dispositivos de control y dominio por parte
del Estado autoritario, la literatura y la palabra conspiran, mediante
dispositivos de resistencia (…), para encontrar felicidad” (Villavicencio,
2017, pp. 88-89).
Pese a que el monstruo siempre se ha ubicado en la
frontera, en el umbral que daba cabida a su ajenidad, darle voz es acercarlo
más al lector, humanizarlo y atenuar su “otredad” (Rodríguez Campo, 2022). Sin
embargo, dejar que cuente su versión de la historia no implica que se la
normalice. La monstruosidad, desde su carácter grotesco y no decorativo, se
vuelve parte de la imagen incómoda que rompe con las ideas preconcebidas.
Por su parte, Koricancic (2011)
sostiene que la concepción actual del monstruo se determina por su aspecto
diferente y reprimido frente a la heterogeneidad impuesta por la cultura
predominante. Es decir, cuerpos que despiertan dudas respecto a sus formas y
funciones, provocando incertidumbre en el observador, casi siempre asociado a
lo femenino. Efectivamente, según nuestra autora, fue Aristóteles quien planteó
a la mujer como un “hombre deforme” (p. 10), introduciendo al concepto de la
corporalidad una (re)construcción de los significados que rodean al cuerpo
gobernado por el paradigma patriarcal.
Como se ha visto, la figura del monstruo no será siempre
una figura estable y fija, y depende de cómo esté construido en los diferentes
relatos. Es decir, “no se trata de que un personaje emane o dé lugar a la
monstruosidad, sino que el texto mismo la hace visible de alguna manera” (Koricancic, 2011, p. 18). Entonces, el entorno narrativo
será el que se encargue de construir el efecto monstruoso a través de sus
actores. Por ejemplo, narradoras como Amparo Dávila dibujan personajes
atrapados por la locura, violencia y soledad, quienes “viven una vida aparentemente
normal, hasta que una situación inesperada los sume en la desesperación y el
caos. Ese elemento inesperado o imprevisto muchas veces adquiere dimensiones
terroríficas” (Martínez, 2008, p. 2).
En la literatura ecuatoriana tenemos como cultivadoras de
lo monstruoso a Natalia García Freire, Mónica Ojeda y María Fernanda Ampuero. A propósito de esta última, Bukhalovskaya
y Bolognesi (2021), Ferreyra Carreres
(2020), Gaeta (2022), Galindo Núñez (2019) y Llarena(2020), coincidenenquesuproducción se circunscribe dentro del
imaginario letrado femenino gótico contemporáneo, pues su narrativa está
poblada por personajes abyectos, subalternos e híbridos que denuncian, resisten
y visibilizan las formas de violencia sobre las mujeres que habitan los
espacios dominados por el patriarcado. Particularmente, en Pelea de Gallos
(2018) es necesario analizar los mecanismos que emplea la narradora para
desmitificar la figura del monstruo convencional y transformarlo en un
dispositivo de contrapoder, para subvertir y visibilizar a aquellos seres que
han sido violentados física y simbólicamente durante su niñez, juventud y
adultez.
Efectivamente, los relatos retratan las experiencias,
predominantemente femeninas, marcadas por el abuso, el maltrato y el machismo,
desafiando las convenciones sociales y exponiendo las injusticias que se
ocultan en la sombra, pues “si el hombre simboliza lo normativo, lo perfecto y
lo humano, la mujer se identifica como “el otro” que carece de lo masculino” (Bukhalovskaya y Bolognesi, 2021, p. 91). Es decir, Ampuero busca visibilizar la voz de la mujer oprimida,
inmigrante, homosexual, pobre, fea, loca y tercermundista. Efectivamente, la
narradora busca dar la voz a víctimas marginales, mostrando las profundas
heridas emocionales y físicas que han sufrido a lo largo de las diferentes
etapas de su vida, con las que deberán aprender a sobrevivir, aunque signifique
una perpetua estigmatización. Los personajes de estas historias demuestran su
valentía por encontrar su identidad a pesar de la hostilidad del entorno,
convirtiendo sus traumas y heridas en mecanismos de defensa. Por esta razón, la
autora-narradora no solo busca exponer la queja, antes bien, “junto a la
violencia, visibiliza también la capacidad de resistencia y las diferentes
estrategias de empoderamiento de las mujeres” (Iglesias Aparicio, 2021, p.
101).
A pesar de la diversidad narrativa de las historias
individuales, los cuentos de Pelea de Gallos (2018) compartan similitudes
temáticas. La monstruosidad de la violencia es un hilo conductor en todas las
narraciones, manifestándose de distintas formas: el abuso sexual, el maltrato
físico, la opresión psicológica, entre otras. Ampuero
no teme explorar los rincones más oscuros de la experiencia humana y desafiar
al lector con escenarios y acciones perturbadoras y crudas. Todos los relatos
parten de la hipótesis de que el punto de origen de la monstruosidad del mundo
es el núcleo familiar. Para Galindo Núñez (2021), “todas las familias aquí
están podridas, están en un proceso degradante que las llevará a desaparecer o
a ser repudiadas” (p. 336). Así mismo, en mayor o menor medida, el ambiente en
el que estas se desarrollen influirá en el curso que siga la monstruosidad. Ya
sea que los cuentos estén ambientados en la intimidad de las paredes de un
hogar disfuncional, en la exposición de las calles de barrios marginales o
escenarios urbanos opresivos, todos los espacios descritos en el libro reflejan
la violencia que las personas enfrentan en su cotidianidad; en otros términos,
“un espejo deformado que refleja qué tanto se ha normalizado la crueldad como
forma de relacionarse entre los miembros de las familias, los grupos sociales y
las comunidades” (Serrato, 2023, p. 38).
DESARROLLO
Los monstruos en la infancia
En
Pelea de Gallos (2018), la figura del monstruo se manifiesta en múltiples
facetas durante la etapa de la infancia. Como se mencionó, durante este período
los personajes principales se vuelven protagonistas o testigos de situaciones
de abuso, violencia y opresión. Para explicarlo mejor, hemos identificado
cuatro categorías en las que se divide la monstruosidad durante esta fase
inicial de la vida: la pérdida de la inocencia, la metamorfización
de la mujer en monstrua, la desacralización de la institución familiar y el
rechazo hacia la religión.
En los relatos, las protagonistas atraviesan una
repentina pérdida de la inocencia, es decir, dejan de mantenerse ingenuas ante
el mundo que las rodea, a través de situaciones inesperadas a las que los
personajes deberán enfrentarse con los precarios e improvisados mecanismos de
defensa. Por ejemplo, en “Subasta”, la niña mimetiza las cualidades de un gallo
de pelea frente a la amenaza de los amigos de su padre. En “Monstruos”, las
niñas, fanáticas del cine de terror de finales del siglo XX, consideraban que
los peores monstruos no eran aquellos salidos de la gran pantalla, sino los que
habitan con ellas. Así, la niñera Narcisa afirma que “hay que tener más miedo a
los vivos que a los muertos” (p. 20), pues era víctima de violación por parte
de su patrón y padre de las niñas.
Por consiguiente, la casa de la infancia es una ilusión
del mundo perfecto. Así se evidencia en los relatos “Ali”, “Persianas”,
“Griselda” y “Crías”, donde encontramos personajes que son atormentados por lo
cotidiano: trastornos emocionales provocados por la violencia y el abandono,
que devienen en hastío: “a mí, la verdad, eso [del pastel de cumpleaños] ya me
importaba un carajo” (p. 30). La violencia en la casa de la infancia toma
cuerpo y se constituye en una enfermedad. Solo recordemos en “Crías”, cuya fascinación
por el dolor de la protagonista provoca la necesidad de replicar la violencia,
así sea por simple reproducción de patrones sociales y culturales: “hacerle
daño a una [de las gemelas] para que la otra lo sintiera” (p. 43). Más
adelante, la protagonista confiesa: “Ya no me hacía gracia el prodigio de que
si golpeaba a una le dolía a la otra, pero lo seguía haciendo” (p. 48),
evidenciando la presencia de un monstruo violento que no solo ha normalizado el
sufrimiento del otro, sino que encuentra placer en él.
En segunda instancia encontramos el proceso de metamorfización de niñas o mujeres, a monstruas. Para
iniciar la transición, se toma consciencia sobre la condición de mujer a la que
fueron sometidas desde el nacimiento. Por ejemplo, en “Subasta”, “el vocativo
que emplea el progenitor para dirigirse a su hija, «mujercita», se convierte en
una suerte de insulto, un sinónimo de «débil» que produce rechazo” (Bukhalovskaya y Bolognesi, 2021, p. 95). A partir de lo
anterior, somos testigos de la estigmatización que existe en torno al rol de la
mujer. En “Subasta”, el padre se constituye en un ser grotesco y malvado que
prefiere la popularidad entre sus amigos antes que defender a su hija, que es
pretendida por los ebrios. Frente a esta imposibilidad de huida reacondiciona
los patrones sociales adaptándolos a sus intereses, para defenderse de los
acosadores: “esta frase que tanto le molestaba de pequeña y que, ahora se ha
convertido en el mantra que le da fuerzas para resistir” (Bukhalovskaya
y Bolognesi, p. 95). Para Serrato (2023), las mujeres que adoptan roles
sociales o formas estéticas diferentes a los impuestos socialmente se
convierten en una amenaza que la sociedad se encarga de suprimir, aunque en
este caso se limita a ignorar.
Esta transición a monstrua está definida por la
difuminada línea de división entre lo animal y lo humano, dando como resultado
el proceso de animalización. Por ejemplo, Ferreyra Carreres (2020) encuentra una relación de correspondencia
simbólica entre los cuerpos de los gallos y los de las mujeres, al plantear que
en ambos casos son objetos de entretenimiento, fácilmente desechables luego de
su uso, ya sea para fines de entretenimiento o de placer. Otro momento de
animalización lo vemos cuando a la protagonista de “Monstruos” se la llama
toro; no se realzan características físicas como “alta”, “robusta”, “ancha”,
“fuerte”, sino que se recurre a un término deshumanizador para recalcar que su
forma corporal la hace menos persona, menos mujer. Sin embargo, que la llamen
toro hace que paulatinamente se vaya convenciendo de que ese es el rol que debe
cumplir, usándolo en contra de las figuras de autoridad, ya sea padres o
religiosas, a quienes ya no tiene miedo de enfrentarse, dar la cara y defender
a su débil hermana, a quien han denominado gusanita. La animalidad, entendida
por Aguilar como la “irrupción del animal en lo humano” (como se citó en Giorgi, 2009), provoca una suspensión de la consideración
jurídica y política sobre el sujeto, quien pasa a ser tratado como un objeto híbrido
no humano.
Continuando con el proceso de deshumanización, podemos
interpretar que el componente emocional y sentimental es fundamental al momento
de medir el nivel de “humanidad” de una persona, por lo que desconocerlas forma
parte del proceso de animalización. Este es el caso de Alicita, hija de “Ali”,
quien, ante la situación de trastorno postraumático que atraviesa su madre,
desarrolla la insensibilidad de dejarse abatir por la ausencia de su
progenitora, “cada día con el corazón más sequito” (p. 90) e intenta
transmitirle a la fuerza a su hermano la impasibilidad de la indiferencia ante
el dolor, para que “dejara de llorar por tonterías, [y] que creciera” (p. 86),
como si dejar de conmoverse fuese parte del proceso de crecer.
En tercera instancia tenemos la desacralización de la
familia. Mientras que para Galindo Núñez (2021) las familias aquí presentadas
son “un ser disforme y lleno de emociones iracundas” (p. 335), para Bukhalovskaya y Bolognesi (2021) son una “entidad
absorbente, agresiva y extraña, el hogar como un espacio de represión y dolor”
(p. 88). De esta convergencia de opiniones entendemos que, en Pelea de Gallos,
durante la infancia ocurre la caída de la gran institución de la familia, desde
el momento en que los niños se vuelven parte de la cadena de violencia que
inicia en el hogar. La cadena que inicia con un padre maltratador, quien a su
vez fue maltratado por su familia, seguirá con una sometida madre maltratadora,
ausente o indiferente, continúa con hermanos abusivos y termina en el menor de
ellos, quien a su vez buscará maltratar a la gente a su alrededor, como en el
caso del entorno de la protagonista de “Crías”.
Finalmente, el rechazo hacia la religión desde la
infancia también es una temática abordada en Pelea de Gallos. De hecho,
Iglesias Aparicio (2021) sitúa a la familia como uno de los espacios más
consagrados por la sociedad, a la vez que los más corrompidos de violencia y
desigualdad, ya abordada durante esta etapa y la religión. En estos espacios,
la narradora cuestiona la influencia y el poder de la religión en la vida de
las protagonistas, detallando cómo la fe puede volverse una herramienta de
control y manipulación de las masas. Es así que en “Monstruos” se trata el
proceso de adoctrinamiento. Por un lado, Mercedes, quien muestra claros signos
de obediencia, sometimiento y devoción religiosa, es alabada por las religiosas
que dirigen su colegio, siendo recomendada para continuar con la vocación de
monja. Por otro, la protagonista (Narcisa), quien demuestra su constante
rechazo y subversión hacia el poder religioso dominante, es fuertemente
reprendida por su continua falta de subordinación y repetitivos
cuestionamientos frente a una iglesia venida a menos. Del mismo modo, Mercedes
demuestra un inconsciente rechazo y terror hacia las figuras religiosas, pues
en sus sueños “las monjas poseídas por el diablo, bailando desnudas, tocándose
ahí abajo, apareciéndose en el espejo” (p. 21) son las protagonistas de sus
pesadillas y horrores nocturnos. Por su parte, en el caso de la protagonista
del relato “Cristo”, con nueve años, ya siente que el ritual de ir al Cristo
del Consuelo y pagar por pedazos desmembrados de muñecos en busca del milagro
de la sanación de su hermanito no provocará un cambio en el pequeño, y que el “agüita
santa (…) no podía ser milagrosa. Con esa porquería en la boca, sentí[a] ganas
de gritarle a todo el mundo que estaba equivocado, que aquí no había más
milagro que la señora (…) recibiendo monedas por vender trocitos de cuerpo” (p.
62). Es así como en estos pasajes la religión se presenta a modo de un sistema
opresivo que perpetúa la violencia y refuerza la subordinación de las mujeres.
Los monstruos en la adolescencia
En
Pelea de Gallos, la adolescencia y primera juventud se narran como un territorio
tumultuoso y desafiante, marcado por las experiencias que identifican su
transición hacia la adultez. De igual manera, para la etapa de la juventud
hemos identificado cinco momentos clave que señalan la clase de monstruos que
la habitan: el interés por la sexualidad, la iniciación en la feminidad, el
sometimiento al sistema patriarcal y a la voluntad masculina, el despertar de
la consciencia y, finalmente, la ruptura de la relación con la institución
religiosa. En cada una se entrelazan tramas que revelan cómo las protagonistas
y todos los seres marginales que habitan estos relatos son señalados como monstruos
por no ajustarse a la ideología del poder de la sociedad.
En primer lugar, se debe dividir la experiencia sexual de
los personajes durante esta etapa de la vida en dos tipos: consensuado y no
consensuado. Esta clasificación se vuelve necesaria en tanto que existen
personajes cuya interacción sexual proviene de la voluntad propia y otros que
son forzados a mantener encuentros con personas desconocidas. Por un lado, la
experiencia erótica consensuada provocará un sentimiento de autodescubrimiento,
en el que el personaje es capaz de identificar las prácticas y relaciones con
las que más cómodo se siente, incluso si estas son señaladas como prohibidas,
pecaminosas o moralmente incorrectas. Lo anterior encaja con el perfil de lo
monstruoso, pues a lo largo de los relatos los deseos carnales habitan la
clandestinidad. Por otro, si estas interacciones no son consensuadas con
antelación, las cosificadas protagonistas se exponen a ser tratadas como
objetos sexuales, enfrentándose a la lasciva mirada de un sistema que la fuerza
a intentar encajar en estereotipos de belleza y comportamiento para
satisfacción del otro.
En el relato “Nam”, por
ejemplo, se narra la atracción de la protagonista hacia su mejor amiga, cuyo
deseo “ha reventado como millones de bengalas en [el] cerebro” (p. 31); hasta
que la besa “con un amor tan intenso que sient[e] que
va a matar[le]” (p. 35). Más tarde, durante un acto más erótico y carnal, a las
amigas se les une el hermano de una de ellas, concretando el acto incestuoso.
O, como ocurre en “Persianas”, en donde los jóvenes protagonistas juran casarse
los tres y ser mejores padres de lo que fueron los suyos.
El despertar sexual durante esta etapa de la vida se ve
plagado por las acciones de autodescubrimiento, satisfacción y placer. En el
relato “Crías”, el acto sexual se asocia al canibalismo animal: “enteraba de
que el hámster seguía pariendo y comiéndose a sus crías [le] excitaba” (p. 47);
una experiencia que se aleja por completo de los deseos sexuales convencionales
que la Iglesia la condena cínicamente.
Es el caso de María, en el cuento “Luto”, quien fue
descubierta por su hermano mientras “se tocaba entre las piernas y gemía” (p.
75), provocando que él la describiera con los peyorativos de “puta, aliada del
maligno”, porque para el hombre, “en eso consistía ser puta: en gustar del
gusto” (p. 75). Por esto, María fue condenada a la constante violación de todo
tipo de hombres, entre ellos su propio hermano.
Algo similar ocurre en “Subasta”, donde la mujer-
cuerpo-sexo es vendido al mejor postor: “el gordo la toca. Lo sé porque dice
miren qué tetas, qué ricas, que paraditas, que pezoncitos
y sorbe la baba y esas cosas no se dicen sin tocar y, además, qué le impide
tocar,
quién” (p. 16). De esta forma se deshumaniza a la joven,
cosificándola al punto de comercializar su cuerpo, con “un lenguaje sin lugar,
como su cuerpo es un cuerpo ajeno, o disruptivo, respecto de las gramáticas del
pensamiento y de la vida social” (Giorgi, 2009, p.
324), pues el uso de palabras malsonantes provoca en el lector la polifonía del
miedo. El lenguaje transgrede la realidad y crea una atmósfera que exalta los
detalles grotescos.
Así mismo, para la protagonista de “Nam”,
la menstruación será la tragedia más grande de su vida. La visita de “la regla”
(p. 37), con todos los síntomas que la acompañan, son el detonante para que se
perciba como monstrua, incapaz de amar y ser amada, porque el aspecto de una
persona cubierta de fluidos humanos no le resulta atractivo y, en consecuencia,
ni merecedora de amor. Este terror se sustenta en el tabú social que se ha
creado en torno a la menstruación, concebida como un acontecimiento impuro,
vergonzoso y monstruoso. En este relato, la protagonista prefiere mentir antes
que admitir la verdadera causa por la que necesitaba utilizar el baño con tanta
premura.
Una tercera propuesta es el despertar de la consciencia,
donde las protagonistas descubren la dolorosa y reveladora realidad de que los
verdaderos monstruos se encuentran en el hogar, o son parte de él: familiares,
amigos o vecinos. La autora narra la frágil y delgada protección de la mujer en
un espacio en donde las protagonistas se encuentra en un permanente estado de
alerta y desconfianza. Es el caso de Felipe en el relato “Persianas”, en el que
se deconstruye el rol de protectores asignado
tradicionalmente a los hombres de la familia. Nuestro protagonista, con esta
nueva consciencia y con la tristeza a flor de piel, accede a tener un encuentro
sexual con su madre. Felipe sabe que está mal, sabe que su madre se está
refugiando en el calor del único hombre que tiene a su alcance en el momento,
pero solo se deja llevar por el despecho del abandono.
En este ejemplo es evidente el sometimiento físico y
sexual por parte de la madre. Pero es más evidente que los personajes son
conscientes de que el conflicto familiar es la norma y no la excepción. En
todas las casas, de todos los estratos y posiciones, se vivirán situaciones de
violencia en nombre del “amor”. Sin embargo, estos comportamientos están
normalizados dentro de la privacidad del hogar, donde nadie mira. Esto quiere
decir que, aunque sepamos que dentro de cada hogar existen situaciones de
violencia y opresión, públicamente y fuera de la confidencialidad de los
límites de familiares se condenarán los mismos actos que están socialmente
aceptados mientras se los realicen en privado.
En cuarta instancia emerge del sometimiento de las
protagonistas a la voluntad patriarcal, al acatar los paradigmas de una
realidad opresiva. Las narraciones evidencian el sistema en el que las jóvenes
son presionadas para satisfacer las expectativas de los hombres, renunciando a
su propia autonomía y aspiraciones personales. Durante este proceso se
enfrentan al mecanismo de la violencia física, emocional y sexual; a la
imposición de roles y estereotipos ante una constante lucha por mantener su
integridad en un entorno hostil y dominado por el poder masculino. Quizá uno de
los relatos que mejor trabaja este tema es “Crías”, donde la protagonista solo
tiene que “decirles sí a los hombres”, en especial dentro del ámbito sexual, aunque
esto se asemeja a “un vaso barato contra las paredes de diferentes casas” (p.
49).
En “Luto” las protagonistas se han sometido a la voluntad
de su hermano mayor que, aunque demuestra la naturalidad de sus deseos
sexuales, considera aberrante que sus hermanas los tengan. Por un lado, obliga
a Marta a mantener una actitud sumisa y complaciente con él, sin la posibilidad
de cuidar a su hermana, a cambio de no condenarla al mismo destino que ella.
María, por otro lado, fue sometida a la voluntad de su hermano. La más joven de
los hermanos fue expuesta, desnuda, en un establo de animales, donde los
hombres dispusieron de su cuerpo para violarlo de todas las formas posibles,
golpearlo, quemarlo, cortarlo, pisotearlo, morderlo y hacer todo lo que sus instintos
más bajos ordenaran, sin que nadie lo impidiera “para que viera lo que es capaz
de hacer la gente cuando nada la detiene” (p. 73).
El biopoder, como lo estudió
Foucault (1976), lo entendemos como el control que ejerce poder sobre la vida
privada del cuerpo. En este sentido, el hermano mayor, que aquí creemos
representa a Lázaro, es la figura en la que se concentra el poder con el que,
en nombre de la religión, no solo ha decidido entre la muerte o la vida de la
acusada, sino ha dispuesto del cuerpo de ella como si fuese mercancía
manipulable. María atraviesa lo que se conoce como suplicio”, que según el
propio Foucault expone el cuerpo físico (y luego espiritual) al límite
tolerable de dolor, a manera de amedrentamiento, sobre lo que puede sucederles a
otros si llegasen a cometer los mismos actos que motivaron este escenario de
tortura. No obstante, el castigo impuesto a María solo se justifica por una
falsa moralidad religiosa, pues de ser así el hermano mayor no hubiera abusado
de ella mientras creía que nadie veía. El hecho de castigarla por hacer algo
que él mismo hace, invalida su justificación de hacerlo con intención
moralizante.
No es de extrañar que el mejor acto de subversión que se
le pudiera ocurrir a Marta fuera dejar morir al hermano cuando este enfermó. Se
empeñó en la misión de aparentar que cuidaba de él mientras intentaba
provocarle más daño del que la enfermedad le hacía sentir. De esta forma,
logran por fin subvertir el poder cuando, tras la muerte del hombre, “por
primera vez en su vida, Marta se sentó en la cabecera de la mesa” (p. 71),
símbolo del poder que ahora era suyo. Ahora su dios ya no sería más aquel en el
que creía su hermano y en nombre del que tanto daño provocó a María. Ahora su
dios era su hermana, capaz de soportar lo peor de la humanidad y aun así
sobrevivir. Las mujeres, complemente traumatizadas por el abuso del hermano,
toman la determinación “de que no necesitaban un hombre, menos ese hombre” (p.
74) para poder vivir, y vivir bien.
Los monstruos en la adultez
La
transición de la juventud a la adultez se convierte en un período marcado por
la crueldad y el sufrimiento. Para efecto de este análisis proponemos cuatro
manifestaciones monstruosas durante esta etapa de la vida. Los monstruos contra
los que se enfrentarán nuestras protagonistas son: el hombre, llámese esposo,
novio, hermano o padre, quienes ejercen el poder jerárquico que la sociedad
patriarcal ha designado a los hombres; el ser en crisis, sea esta identitaria, existencial, familiar o de pertenencia; el
“otro”, sujeto marginal que ha irrumpido en el sistema, amenazando la
estabilidad del orden social; y la figura de apariencia religiosa.
En primer lugar, para identificar a los monstruos en la
adultez es necesario comprender la subyugación de las protagonistas ante una
figura masculina, que es quien ejerce el máximo poder en su entorno más
próximo. En “Crías” existe el caso de dos madres que han sucumbido ante la
voluntad de su esposo. Por un lado, en la familia de la protagonista, la madre
muestra un visible terror hacia la figura de su esposo, sometiéndose
constantemente a complacer su voluntad y mantener satisfecho al marido. Pese a
sostener el matrimonio hasta la muerte del hombre, nunca hay indicios que
demuestren que la dinámica de su relación haya cambiado por una más sana y
amorosa. Por otro lado, la madre de las gemelas, quien pasó totalmente
desapercibida ante la mirada del protagonista, la veía “como una mancha
caminando con vestido” (p. 47), opacada por la figura autoritaria y violenta
del padre. Pese a que esta última mujer también se rindió ante su voluntad y
dedicó su vida a cumplir con el rol de ama de casa, el esposo abandonó a su
familia. Esto evidencia que la única salida consiste en acatar las órdenes del
marido para complacerlo, no por el bien de la relación de pareja o de familia,
sino porque esto le permitirá sobrellevar su existencia, como son los casos de
aquellos personajes que han sido violadas por sus padres o parejas.
Una segunda propuesta es la del ser en crisis, en el que
son las protagonistas quienes se autoperciben como
monstruos o son capaces de identificarlos, aunque pasen desapercibidos por el
común de la gente. Por ejemplo, Ali sucumbe ante un cuadro depresivo devastador,
donde ha descuidado por completo sus funciones como madre, esposa, empleadora y
persona. La crisis que acarrea el trastorno postraumático deteriora su salud
física y mental, lo que conlleva la desintegración de su familia y la pérdida
de la esperanza de una recuperación. La protagonista, que ya había evidenciado
indicios de autolesión al provocarse una cortada que le atravesó el rostro,
termina por quitarse la vida en un centro comercial. Mientras que para la
mirada pública Ali constituye el monstruo desquiciado y desfigurado, la
protagonista concibe a los hombres, en especial a su padre, como la amenaza del
monstruo abusador y violador.
En “Crías”, por otro lado, encontramos la crisis del
migrante. Esta historia narra la tragedia que acarrea el retorno del emigrante
al país que ha dejado atrás. La protagonista cree que “volver, […] es
imposible” (p. 41); entonces llega la crisis de identidad. Alguien que empezó
una nueva vida en un país diferente mantendrá el sentimiento de saber cómo
están las personas, amigos y familia que dejó atrás. Sin embargo, al volver se
dará cuenta de que la vida continuó y quien migró ya no pertenece a este lugar.
También, aunque de manera menos explícita, aborda la figura del que se queda,
“el olvidado de los exilios familiares” (p. 42), representado por la historia
del vecino de quien estuvo enamorada durante su infancia y adolescencia.
Tenemos entonces que el monstruo es el marginal, quien no pertenece a ningún
lugar y por esto es visto como extraño, intruso e indeseable.
Una tercera aproximación al monstruo de la adultez se
conecta con el concepto de “hegemonía cultural”. Esto quiere decir que, a
partir del lugar ocupado en la pirámide social, se estará en posición de
ejercer más o menos poder. Por lo tanto, el clasismo emerge como un factor
determinante que reluce la condición monstruosa que escondemos
subconscientemente. Los personajes de “Coro” creen que apariencia física es un
fiel reflejo del estatus social al que pertenece una persona, provocando que
este sea el parámetro del que parten para juzgar y valorar al “otro”, perpetuando
el ciclo de desigualdad, prejuicios y discriminación. Pero estos parámetros
físicos no se limitan a la ropa, maquillaje o lujos materiales ornamentales,
antes bien, son el complemento de la corporalidad hegemónica que deben cumplir
para ser considerados como iguales. Por ejemplo, en este mismo cuento se
retrata la realidad de Verónica, con la piel más oscura y los lujos menos
extravagantes. El grupo de amigas parece haberla aceptado dentro de su círculo
únicamente para que cumpliera la función de bufón. No obstante, al experimentar
un estado de euforia, las mujeres dejan de inhibirse y, después de torturarla
con “bromas” sobre su origen, forma de hablar y apariencia, terminan ahogándola
hasta la muerte. Sin embargo, una vez que la adrenalina llega a su fin, todas
las mujeres se retiran del lugar, sin ningún tipo de remordimiento o
preocupación por Verónica. Seguramente, para algunos de los sectores más
privilegiados de la sociedad, “el otro” marginal es absolutamente desechable.
En el cuento “Ali” se contrastan, de igual manera, las
realidades entre empleadas y empleadoras. Las primeras deben renunciar a su
vida, y criar a los hijos de sus patronas, pues estas tienen prohibido engordar
o dejar de ser jóvenes y apetecibles. En esta parte reconocemos la tendencia de
la literatura contemporánea por desacralizar el rol arquetípico de la
maternidad inmaculada, pues las empleadas pasan a ocupar el rol de protectora
en el imaginario de los niños de la casa y reemplazan el vacío que deja la
ausencia de la madre despreocupada e indiferente. Esto quiere decir que, en la
mayoría de los casos, las empleadas domésticas criaron y educaron a los niños,
con quienes establecían un vínculo afectivo que sobrepasaba las barreras
impuestas por las clases sociales. Sin embargo, es inevitable que los pequeños
crezcan y adquieran una visión más sesgada del mundo, influenciada por los
prejuicios y los círculos sociales que frecuenten, porque ellos siempre serán
“unos señores y señoritas de sociedad que saben que no se saluda a los
empleados con besos ni abrazos” (p. 86), perpetuando la cadena de rechazo.
En un cuarto momento tenemos el rechazo a la falsa
promesa religiosa. En el mismo cuento “Ali” encontramos que las empleadas
domésticas rezan al “Niño Jesús” para alcanzar favores celestiales. Las mujeres
tienen fe porque “Dios escucha a los más pobres porque quiere más a los pobres
(…). Para algo tenía que servir la mierda de ser pobre” (p. 93). En este caso,
la religión se emplea como un mecanismo de control, que este relato busca
desestabilizar mediante el recurso de la ironía presente a lo largo del cuento.
Los monstruos en el adulto mayor
En
Pelea de Gallos la ancianidad es la etapa de la vida que menos se aborda. Sin
embargo, hemos identificado tres momentos clave: la invisibilidad del anciano
en la sociedad, la apariencia del cuerpo ligada con la sexualidad y la
indiferencia al adulto mayor.
Recordemos, brevemente, que la ancianidad se caracteriza por
la soledad y el abandono. Los personajes son relegados al margen de la sociedad
y su relevancia es minimizada por los seres a su alrededor, familia, amigos o
conocidos. Estos son percibidos como seres inservibles, olvidados y despojados
de su identidad y dignidad. La falta de atención y cuidado hacia ellos los
sumerge en una profunda sensación de desamparo y desesperanza. La voz narrativa
desarrolla la idea de cómo la sociedad tiende a descartar y desvalorizar a
aquellos cuerpos que ya no consideran sujetos, condenándolos al solitario
destino de la senectud.
Tal es el caso de la abuela de Felipe, en “Persianas”. La
anciana se ha convertido en parte del mobiliario de la casa. Sabemos que
después de una embolia perdió el habla y no puede emitir opiniones ni
comentarios sobre lo que ocurre en la casa. Incluso frente a la posibilidad de
comunicarse a través de la escritura, esta posibilidad le es arrebatada por su
hija, quien prefiere silenciarla antes de que se inmiscuya nuevamente en la
vida de la familia.
En segundo lugar, tenemos la apariencia del cuerpo. La
anónima protagonista de “Cloro”, “se mira en el espejo un segundo y tapa el
reflejo de su cara con la mano. (…) Recuerda que su piel era del color de la
madre perla, una cara tallada en alabastro puro, y ahora es un cartón rosa
zanahoria” (p. 107), y se lamenta por la tristeza de la soledad a la que le ha
condenado su apariencia. Le pregunta a su reflejo si “¿ella sigue siendo
mujer?” (p. 108), pues, a pesar de que ya no sea del interés y agrado de los
hombres, sigue deseando el contacto y placer carnal. La protagonista del relato
se percibe como monstruo deseante, pero no-deseado,
de apariencia desgastada, en un desesperado intento por sentir calor humano.
La tercera y última aproximación hacia la ancianidad es
la indiferencia que estos personajes muestran ante el mundo. Estos sujetos
experimentan una gradual desconexión con la realidad, volviéndose ajenos a lo
que sucede a su alrededor. Esta característica la podríamos justificar como un
rasgo de la inevitable senilidad, que les impediría comprender plenamente el
mundo que les rodea, lo que genera un mayor distanciamiento emocional. La falta
de interés y apatía se convierten en un mecanismo de autodefensa frente al
abandono social.
CONCLUSIONES
Pelea
de Gallos es un cuento que pertenece al denominado “nuevo cuento
latinoamericano” (Gaeta, 2022), no solo por el estilo directo y crudo, cada vez
más empleado en la narrativa contemporánea, sino por las temáticas que aborda.
El nuevo milenio trae consigo el interés por narrar, a manera de denuncia, la
violencia de género, la exclusión del colectivo LGBTI, la migración, los
escándalos que envuelven a la Iglesia, entre otras problemáticas. Estos nuevos
escenarios se ven infestados por monstruos, seres marginales que desafían las
convenciones estéticas, morales, sexuales, corporales, mentales y, sobre todo,
los acuerdos de subyugación.
Según Foucault (1976), siempre que exista cualquier tipo
de relación de dominio y/o sometimiento, hay la posibilidad de subversión en
menor o mayor medida. Entonces, frente a los poderes emanados por la Iglesia,
el Estado, la sociedad o la familia, encontramos seres marginales que tensan
estas relaciones a través de la creación de mecanismos o dispositivos de
contrapoder, como es el caso de lo gótico.
En un primer momento hemos abordado la presencia del
monstruo en la infancia, revelando cómo se manifiesta a través de la pérdida de
la inocencia, la transformación de las niñas en figuras monstruosas y su
deshumanización, así como la desacralización de la familia, especialmente de
los padres, y la relación de rechazo hacia la religión. La autora expone la
dura realidad que enfrentan las niñas en un mundo violento, con el objetivo de
crear consciencia sobre la necesidad de proteger a los más inocentes y
vulnerables, para terminar los ciclos de abuso y opresión.
Por otro lado, la adolescencia se presenta como un
período de confrontación, dolor y despertar. Durante esta etapa, los personajes
se enfrentan a realidades sombrías mientras exploran la complejidad de la vida
adulta. La Iglesia es una de las instituciones que ha ejercido un poder
significativo sobre las poblaciones a lo largo de la historia, y cuya
influencia perdura en el imaginario social de la cultura latinoamericana. Con
sus relatos, Fernanda Ampuero desafía las normas
sociales establecidas por el poder dominante, al tiempo que pone en evidencia
las injusticias y opresiones inherentes al violento sistema patriarcal.
En la etapa de la adultez se produce una amalgama de los
monstruos presentes en la infancia y juventud, reviviendo antiguos traumas y
horrores que persiguen al individuo en su estado de inestabilidad. Como
resultado, esta fase de la vida se ve impregnada de crueldad, destrucción y
opresión por parte de personajes cercanos a la casa. Los relatos penetran en la
intimidad de los secretos familiares, donde destaca la figura recurrente del
esposo, quien somete a su cónyuge de diversas maneras, y cómo estas mujeres rompen
el círculo de la subyugación, al cuestionar las estructuras sociales de poder
que ejercen control sobre la población, en general.
Finalmente, la vejez constituye el deterioro y
metamorfosis del cuerpo, alejándolo de los estándares de belleza establecidos.
Como resultado, se genera un desprecio hacia la corporalidad marchita, cuyo
entorno físico y simbólico percibe al individuo como un mero adorno espacial,
desprovisto de deseos, obligaciones, opiniones y derechos. Y esta percepción lo
sumerge asimismo en un estado de invisibilidad y silencio.
REFERENCIAS
Ampuero, M. F. (2018). Pelea
de gallos. Páginas de Espuma.
Bukhalovskaya, A., y Bolognesi, S. (2021). Monstrua y subalterna: la
resistencia en “Subasta” (2018), de María Fernanda Ampuero.
Árboles y Rizomas, 3(1), 87–100. https://doi.org/10.35588/ayr.v3i1.4989
Canguilhem, G. (1966). Lo
normal y lo patológico. Siglo XXI.
Cohen, J. J. (1996). Monster Theory: Reading Culture. University of Minnesota Press.
Ferreyra Carreres, A. (2020). Cartografías líquidas. Violencia contra las
mujeres en cinco cuentos latinoamericanos contemporáneos [Tesis de
maestría, Lunds Universitet].
https://www.academia.edu/44011715/Cartograf%C3%ADas_l%C3%ADquidas_Violencia_contra_las_mujeres_en_cinco_cuentos_latinoamericanos_contempor%C3%A1neos
Flores, A. (2009). Reír
con el monstruo (Reír con Aira). Revista Iberoamericana, 75(227), 445-458. https://www.academia.edu/104772596/Re%C3%ADr_con_el_monstruo_Re%C3%ADr_con_Aira_?auto=download
Foucault, M. (1976). Vigilar y castigar. Siglo XXI Ediciones.
Gaeta, A. A. (2022). El nuevo cuento latinoamericano: el ‘terror
aparente y externo’ versus el ‘terror real e interno’ en Pelea de gallos y
Grita de María Fernanda Ampuero, y Las voladoras de
Mónica Ojeda. Texas A&M International University.
Galindo Núñez, M. Á.
(2021). Inocencia quebrantada. El uso de lo grotesco en Pelea de Gallos de
María Fernanda Ampuero. Sincronía (Guadalajara), 25 (79), 334-344. https://doi.org/10.32870/sincronia.axxv.n79.18a21
Giorgi, G. (2009). Política del Monstruo. Revista Iberoamericana, 323–329.
Gutiérrez Mouat, R. (2004): “Gothic Fuentes”, Revista Hispánica Moderna, 57, 1/2, 297-313.
Iglesias Aparicio, P.
(2021). Misoginia y Violencia contra las mujeres en Luto y Pasión de Fernanda Ampuero. En E. M. Moreno Lago (Coord.). Escrituras y escritoras (im)pertinentes:
narrativas y poéticas de la rebeldía (pp. 97–108). Dykinson,
S.L.
Koricancic, V. (2011). Lo
monstruoso femenino y sus avatares en la literatura latinoamericana
contemporánea [Universidad Nacional Autónoma de México]. Repositorio de
Tesis DGBSDI. https://ru.dgb.unam.mx/handle/DGB_UNAM/
TES01000676293
Llarena, M. J. (2020). Bodies becoming pain: unusual
strategies of dissent in some transnational latin-american
women writers. Brumal, 8(1), 113-134.
https://doi.org/10.5565/rev/brumal.675
Martínez, A.
L. (2008). Amparo Dávila o la feminidad contrariada. Espéculo: Revista de Estudios Literarios, 39, 16. https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=3033505
Ovidio. (2005). Metamorfosis. Cátedra.
Rodríguez Campo, C.
(2022). El monstruo como metáfora de los miedos y ansiedades del individuo de
nuestro tiempo: el zombie y el bebé diabólico en dos
relatos de Santiago Eximeno. Brumal, 10(1), 233-252. https://doi.org/10.5565/rev/brumal.838
Serrato Córdova, E.
(2023). La estética gore de María Fernanda Ampuero. Pucara Revista De Humanidades Y Educación, 2(33),
22-34. https://doi.org/10.18537/puc.33.02.03
Villavicencio, M. (2017). Narrar el miedo: Representación de la ciudad de Quito en tres novelas ecuatorianas de los últimos años. Acta Literaria, 55, 69-90. https://doi.org/10.4067/s0717-68482017000200069
La
investigación fue auspiciada por el Vicerrectorado de Investigación de la
Universidad de Cuenca, dentro del Grupo Lenguajes, culturas y representaciones.
Conflictos de interés
El
autor declara no tener conflicto de interés.
Correspondencia
Manuel Villavicencio Ecuador
E-mail: manuel.villavicencio@ucuenca.edu.ec