ENSAYO

Los monstruos en mi vida: análisis de la violencia en Pelea de Gallos de María Fernanda Ampuero

The monsters in my life: An analysis of violence in Pelea de Gallos by María Fernanda Ampuero

 

Manuel Gonzalo Villavicencio Quinde 1,a


Citar como: Villavicencio Quinde, M. G. (2025). Los monstruos en mi vida: análisis de la violencia en Pelea de Gallos de María Fernanda Ampuero. Desafíos, 16(1). https://doi.org/10.37711/desafios.2024.15.2.434

 


Recibido: 25-10-2024

Aceptado: 03-01-2025

Publicado en línea: 07-01-2025

RESUMEN

El objetivo de este ensayo fue analizar los mecanismos de contrapoder en la obra Pelea de Gallos (2018), de María Fernanda Ampuero, a partir de la categoría de lo monstruoso, para evidenciar de qué manera los personajes femeninos que han sido violentados física y simbólicamente tensan, resisten y subvierten el paradigma patriarcal. Por esta razón, nuestro estudio se sustenta sobre los aportes de Canguilhem (1966), Gutiérrez Mouat (2004), Cohen (1996), Giorgi (2009) y Koricancic (2011), entre otros, en torno a la evolución y concepción de lo monstruoso, y cómo esta categoría se transforma en un dispositivo de defensa frente al maltrato sufrido por los protagonistas de los relatos durante su niñez, juventud y adultez. Del mismo modo, son importantes los aportes de Foucault (1976), sobre todo en lo referente a las relaciones de poder y contrapoder, y sus reflexiones en torno al biopoder, específicamente en lo que se refiere al control de los cuerpos.

Palabras clave: literatura escrita por mujeres; lo monstruoso; violencia; literatura gótica; análisis.

 

ABSTRACT

The objective of this essay is to analyze the mechanisms of counterpower in Pelea de Gallos (2018) by María Fernanda Ampuero, through the lens of the category of the monstrous, in order to reveal how female characters who have been subjected to physical and symbolic violence challenge, resist, and subvert the patriarchal paradigm. This study draws on the theoretical contributions of Canguilhem (1966), Gutiérrez Mouat (2004), Cohen (1996), Giorgi (2009), and Koricancic (2011), among others, regarding the evolution and conceptualization of the monstrous, and how this category becomes a device of defense against the abuse experienced by the protagonists during childhood, adolescence, and adulthood. The work of Foucault (1976) is also central, particularly his reflections on power and counterpower relations, and on biopower, especially in relation to the control of bodies.

Keywords: women’s literature; the monstrous; violence; gothic literature; analysis

 

Filiación y grado académico

1 Universidad de Cuenca, Cuenca, Ecuador.

a Doctor en Literatura Latinoamericana.

 

INTRODUCCIÓN

El monstruo ha sido un tema recurrente a lo largo de la historia de la literatura. La representación de los seres monstruosos se remonta a la mitología grecolatina clásica a través de seres antropomorfos dotados de poderes fantásticos, sobre la cual se fundamenta la literatura occidental. De esta variedad de personajes destacamos a Medusa, descrita por poetas como Ovidio (2005), quien en su Metamorfosis nos habla de una “hermosa doncella”, sacerdotisa del templo de Atenea, que fue violada por Poseidón, levantando la furia de la diosa, quien transformó los bellos cabellos de la joven en cabeza de serpientes, condenándola a convertir en piedra a cualquiera que la mirase a los ojos. Esta alusión es importante, pues permite la construcción de un imaginario femenino en torno a este ser mitológico, y el poder de la palabra para denunciar la violencia física, sicológica y simbólica.

En América Latina, por su parte, la presencia del monstruo se destaca desde el encuentro de culturas durante la colonización, donde se narró al “otro” desde la idea preconcebida que los colonizadores tenían del mundo hasta el momento, y donde las amazonas o los gigantes de la Patagonia eran seres descritos desde una mirada extrañada frente a lo desconocido. Ahora bien, ¿cómo se concibe al monstruo y la monstruosidad en la actualidad? Canguilhem, en su obra Lo normal y lo patológico (1966), manifiesta que estos términos han sido empleados a lo largo de historia, no solo literaria, de forma parcializada. En esta misma línea, Gutiérrez Mouat (2004) afirma que el problema de la retórica de la monstruosidad radica en una suerte de hiperinflación o sobreexplotación del término, que ha terminado devaluándolo en su constante uso desde el mito, el devenir animal, la sexualidad, entre otros. Por lo anterior, Cohen (1996) propone resignificar el término “monstruo” para eliminar su carga peyorativa, donde prevalece lo feo y lo siniestro, para adecuarlo a las nuevas perspectivas de análisis cultural y social.

En este sentido, Canguilhem (1966) afirma que el monstruo es “un fallo morfológico a nuestros ojos” (p. 201), desde donde podemos atender dos aspectos: por un lado, se reconoce la carga peyorativa de emplear “fallo” como sinónimo de error; por otro lado, recarga la responsabilidad de que, desde nuestra subjetividad, vemos a “lo otro” y nos parezcan monstruosos aquellos cuerpos que explicitan aspectos poco convencionales (en un sentido biomédico), desafiando el horizonte de expectativas socioculturales impuestas. En otras palabras, lo monstruoso será aquello que transgreda el modelo impuesto por el poder dominante.

Foucault (1976) deja de lado el factor corporal y trata el elemento social para repensar al monstruo y lo monstruoso. Así, subraya que la importancia de un sujeto radica en el lugar que este ocupa dentro de las estructuras discursivas de la sociedad. Bajo esta premisa se entiende por qué la etiqueta de monstruo recae en seres abyectos, cuyo lugar dentro de la sociedad intenta ser ocultado o eliminado por el orden social dominante. Las situaciones monstruosas ponen en tela de juicio lo precario de la división binaria entre lo público y privado, poniéndola en tensión y mostrando los efectos que tiene desdibujar la claridad de los límites. Según este autor, nos convertimos en sujetos al subordinarnos a las normas sociales del momento. Por el contrario, la subjetivación del personaje monstruoso será hacia las formaciones discursivas que involucran la concepción prestablecida de lo que se entienda como “monstruo”.

En este sentido, la modernidad ve nacer a una forma más eficiente de ejercer el poder. Se supera la antigua percepción de que el poder se limita únicamente a dejar morir o hacer vivir, puesto que el biopoder (Foucault, 1976) será la forma más efectiva de controlar los cuerpos vivientes para volverlos más dóciles, eficientes y sanos.

Giorgi (2009) avanza un poco más, ya que explica que la figura del monstruo actúa como un instrumento de expresión de los límites de las ansiedades, repudios y fascinaciones de los imaginarios sociales y culturales. Por esto, para Cohen (como se citó en Giorgi, 2009), el cuerpo del monstruo “es pura cultura”, pues sus componentes “atraviesan las ficciones culturales y la imaginación social” (p. 323). Entonces, los monstruos son presentados según el imaginario colectivo dentro del contexto latinoamericano, conformado por seres innombrables e innombrados que forman un lumpen1 marginal.

Para Flores (como se citó en Giorgi, 2009), los monstruos literarios “arrastran su escritura al lector y sus construcciones normativas de la realidad” provocando el placer de cualquier derribamiento de límites, aunque en este caso sea un “placer incómodo” (p. 327). En este sentido, “frente a los dispositivos de control y dominio por parte del Estado autoritario, la literatura y la palabra conspiran, mediante dispositivos de resistencia (…), para encontrar felicidad” (Villavicencio, 2017, pp. 88-89).

Pese a que el monstruo siempre se ha ubicado en la frontera, en el umbral que daba cabida a su ajenidad, darle voz es acercarlo más al lector, humanizarlo y atenuar su “otredad” (Rodríguez Campo, 2022). Sin embargo, dejar que cuente su versión de la historia no implica que se la normalice. La monstruosidad, desde su carácter grotesco y no decorativo, se vuelve parte de la imagen incómoda que rompe con las ideas preconcebidas.

Por su parte, Koricancic (2011) sostiene que la concepción actual del monstruo se determina por su aspecto diferente y reprimido frente a la heterogeneidad impuesta por la cultura predominante. Es decir, cuerpos que despiertan dudas respecto a sus formas y funciones, provocando incertidumbre en el observador, casi siempre asociado a lo femenino. Efectivamente, según nuestra autora, fue Aristóteles quien planteó a la mujer como un “hombre deforme” (p. 10), introduciendo al concepto de la corporalidad una (re)construcción de los significados que rodean al cuerpo gobernado por el paradigma patriarcal.

Como se ha visto, la figura del monstruo no será siempre una figura estable y fija, y depende de cómo esté construido en los diferentes relatos. Es decir, “no se trata de que un personaje emane o dé lugar a la monstruosidad, sino que el texto mismo la hace visible de alguna manera” (Koricancic, 2011, p. 18). Entonces, el entorno narrativo será el que se encargue de construir el efecto monstruoso a través de sus actores. Por ejemplo, narradoras como Amparo Dávila dibujan personajes atrapados por la locura, violencia y soledad, quienes “viven una vida aparentemente normal, hasta que una situación inesperada los sume en la desesperación y el caos. Ese elemento inesperado o imprevisto muchas veces adquiere dimensiones terroríficas” (Martínez, 2008, p. 2).

En la literatura ecuatoriana tenemos como cultivadoras de lo monstruoso a Natalia García Freire, Mónica Ojeda y María Fernanda Ampuero. A propósito de esta última, Bukhalovskaya y Bolognesi (2021), Ferreyra Carreres (2020), Gaeta (2022), Galindo Núñez (2019) y Llarena(2020), coincidenenquesuproducción se circunscribe dentro del imaginario letrado femenino gótico contemporáneo, pues su narrativa está poblada por personajes abyectos, subalternos e híbridos que denuncian, resisten y visibilizan las formas de violencia sobre las mujeres que habitan los espacios dominados por el patriarcado. Particularmente, en Pelea de Gallos (2018) es necesario analizar los mecanismos que emplea la narradora para desmitificar la figura del monstruo convencional y transformarlo en un dispositivo de contrapoder, para subvertir y visibilizar a aquellos seres que han sido violentados física y simbólicamente durante su niñez, juventud y adultez.

Efectivamente, los relatos retratan las experiencias, predominantemente femeninas, marcadas por el abuso, el maltrato y el machismo, desafiando las convenciones sociales y exponiendo las injusticias que se ocultan en la sombra, pues “si el hombre simboliza lo normativo, lo perfecto y lo humano, la mujer se identifica como “el otro” que carece de lo masculino” (Bukhalovskaya y Bolognesi, 2021, p. 91). Es decir, Ampuero busca visibilizar la voz de la mujer oprimida, inmigrante, homosexual, pobre, fea, loca y tercermundista. Efectivamente, la narradora busca dar la voz a víctimas marginales, mostrando las profundas heridas emocionales y físicas que han sufrido a lo largo de las diferentes etapas de su vida, con las que deberán aprender a sobrevivir, aunque signifique una perpetua estigmatización. Los personajes de estas historias demuestran su valentía por encontrar su identidad a pesar de la hostilidad del entorno, convirtiendo sus traumas y heridas en mecanismos de defensa. Por esta razón, la autora-narradora no solo busca exponer la queja, antes bien, “junto a la violencia, visibiliza también la capacidad de resistencia y las diferentes estrategias de empoderamiento de las mujeres” (Iglesias Aparicio, 2021, p. 101).

A pesar de la diversidad narrativa de las historias individuales, los cuentos de Pelea de Gallos (2018) compartan similitudes temáticas. La monstruosidad de la violencia es un hilo conductor en todas las narraciones, manifestándose de distintas formas: el abuso sexual, el maltrato físico, la opresión psicológica, entre otras. Ampuero no teme explorar los rincones más oscuros de la experiencia humana y desafiar al lector con escenarios y acciones perturbadoras y crudas. Todos los relatos parten de la hipótesis de que el punto de origen de la monstruosidad del mundo es el núcleo familiar. Para Galindo Núñez (2021), “todas las familias aquí están podridas, están en un proceso degradante que las llevará a desaparecer o a ser repudiadas” (p. 336). Así mismo, en mayor o menor medida, el ambiente en el que estas se desarrollen influirá en el curso que siga la monstruosidad. Ya sea que los cuentos estén ambientados en la intimidad de las paredes de un hogar disfuncional, en la exposición de las calles de barrios marginales o escenarios urbanos opresivos, todos los espacios descritos en el libro reflejan la violencia que las personas enfrentan en su cotidianidad; en otros términos, “un espejo deformado que refleja qué tanto se ha normalizado la crueldad como forma de relacionarse entre los miembros de las familias, los grupos sociales y las comunidades” (Serrato, 2023, p. 38).

DESARROLLO

Los monstruos en la infancia

En Pelea de Gallos (2018), la figura del monstruo se manifiesta en múltiples facetas durante la etapa de la infancia. Como se mencionó, durante este período los personajes principales se vuelven protagonistas o testigos de situaciones de abuso, violencia y opresión. Para explicarlo mejor, hemos identificado cuatro categorías en las que se divide la monstruosidad durante esta fase inicial de la vida: la pérdida de la inocencia, la metamorfización de la mujer en monstrua, la desacralización de la institución familiar y el rechazo hacia la religión.

En los relatos, las protagonistas atraviesan una repentina pérdida de la inocencia, es decir, dejan de mantenerse ingenuas ante el mundo que las rodea, a través de situaciones inesperadas a las que los personajes deberán enfrentarse con los precarios e improvisados mecanismos de defensa. Por ejemplo, en “Subasta”, la niña mimetiza las cualidades de un gallo de pelea frente a la amenaza de los amigos de su padre. En “Monstruos”, las niñas, fanáticas del cine de terror de finales del siglo XX, consideraban que los peores monstruos no eran aquellos salidos de la gran pantalla, sino los que habitan con ellas. Así, la niñera Narcisa afirma que “hay que tener más miedo a los vivos que a los muertos” (p. 20), pues era víctima de violación por parte de su patrón y padre de las niñas.

Por consiguiente, la casa de la infancia es una ilusión del mundo perfecto. Así se evidencia en los relatos “Ali”, “Persianas”, “Griselda” y “Crías”, donde encontramos personajes que son atormentados por lo cotidiano: trastornos emocionales provocados por la violencia y el abandono, que devienen en hastío: “a mí, la verdad, eso [del pastel de cumpleaños] ya me importaba un carajo” (p. 30). La violencia en la casa de la infancia toma cuerpo y se constituye en una enfermedad. Solo recordemos en “Crías”, cuya fascinación por el dolor de la protagonista provoca la necesidad de replicar la violencia, así sea por simple reproducción de patrones sociales y culturales: “hacerle daño a una [de las gemelas] para que la otra lo sintiera” (p. 43). Más adelante, la protagonista confiesa: “Ya no me hacía gracia el prodigio de que si golpeaba a una le dolía a la otra, pero lo seguía haciendo” (p. 48), evidenciando la presencia de un monstruo violento que no solo ha normalizado el sufrimiento del otro, sino que encuentra placer en él.

En segunda instancia encontramos el proceso de metamorfización de niñas o mujeres, a monstruas. Para iniciar la transición, se toma consciencia sobre la condición de mujer a la que fueron sometidas desde el nacimiento. Por ejemplo, en “Subasta”, “el vocativo que emplea el progenitor para dirigirse a su hija, «mujercita», se convierte en una suerte de insulto, un sinónimo de «débil» que produce rechazo” (Bukhalovskaya y Bolognesi, 2021, p. 95). A partir de lo anterior, somos testigos de la estigmatización que existe en torno al rol de la mujer. En “Subasta”, el padre se constituye en un ser grotesco y malvado que prefiere la popularidad entre sus amigos antes que defender a su hija, que es pretendida por los ebrios. Frente a esta imposibilidad de huida reacondiciona los patrones sociales adaptándolos a sus intereses, para defenderse de los acosadores: “esta frase que tanto le molestaba de pequeña y que, ahora se ha convertido en el mantra que le da fuerzas para resistir” (Bukhalovskaya y Bolognesi, p. 95). Para Serrato (2023), las mujeres que adoptan roles sociales o formas estéticas diferentes a los impuestos socialmente se convierten en una amenaza que la sociedad se encarga de suprimir, aunque en este caso se limita a ignorar.

Esta transición a monstrua está definida por la difuminada línea de división entre lo animal y lo humano, dando como resultado el proceso de animalización. Por ejemplo, Ferreyra Carreres (2020) encuentra una relación de correspondencia simbólica entre los cuerpos de los gallos y los de las mujeres, al plantear que en ambos casos son objetos de entretenimiento, fácilmente desechables luego de su uso, ya sea para fines de entretenimiento o de placer. Otro momento de animalización lo vemos cuando a la protagonista de “Monstruos” se la llama toro; no se realzan características físicas como “alta”, “robusta”, “ancha”, “fuerte”, sino que se recurre a un término deshumanizador para recalcar que su forma corporal la hace menos persona, menos mujer. Sin embargo, que la llamen toro hace que paulatinamente se vaya convenciendo de que ese es el rol que debe cumplir, usándolo en contra de las figuras de autoridad, ya sea padres o religiosas, a quienes ya no tiene miedo de enfrentarse, dar la cara y defender a su débil hermana, a quien han denominado gusanita. La animalidad, entendida por Aguilar como la “irrupción del animal en lo humano” (como se citó en Giorgi, 2009), provoca una suspensión de la consideración jurídica y política sobre el sujeto, quien pasa a ser tratado como un objeto híbrido no humano.

Continuando con el proceso de deshumanización, podemos interpretar que el componente emocional y sentimental es fundamental al momento de medir el nivel de “humanidad” de una persona, por lo que desconocerlas forma parte del proceso de animalización. Este es el caso de Alicita, hija de “Ali”, quien, ante la situación de trastorno postraumático que atraviesa su madre, desarrolla la insensibilidad de dejarse abatir por la ausencia de su progenitora, “cada día con el corazón más sequito” (p. 90) e intenta transmitirle a la fuerza a su hermano la impasibilidad de la indiferencia ante el dolor, para que “dejara de llorar por tonterías, [y] que creciera” (p. 86), como si dejar de conmoverse fuese parte del proceso de crecer.

En tercera instancia tenemos la desacralización de la familia. Mientras que para Galindo Núñez (2021) las familias aquí presentadas son “un ser disforme y lleno de emociones iracundas” (p. 335), para Bukhalovskaya y Bolognesi (2021) son una “entidad absorbente, agresiva y extraña, el hogar como un espacio de represión y dolor” (p. 88). De esta convergencia de opiniones entendemos que, en Pelea de Gallos, durante la infancia ocurre la caída de la gran institución de la familia, desde el momento en que los niños se vuelven parte de la cadena de violencia que inicia en el hogar. La cadena que inicia con un padre maltratador, quien a su vez fue maltratado por su familia, seguirá con una sometida madre maltratadora, ausente o indiferente, continúa con hermanos abusivos y termina en el menor de ellos, quien a su vez buscará maltratar a la gente a su alrededor, como en el caso del entorno de la protagonista de “Crías”.

Finalmente, el rechazo hacia la religión desde la infancia también es una temática abordada en Pelea de Gallos. De hecho, Iglesias Aparicio (2021) sitúa a la familia como uno de los espacios más consagrados por la sociedad, a la vez que los más corrompidos de violencia y desigualdad, ya abordada durante esta etapa y la religión. En estos espacios, la narradora cuestiona la influencia y el poder de la religión en la vida de las protagonistas, detallando cómo la fe puede volverse una herramienta de control y manipulación de las masas. Es así que en “Monstruos” se trata el proceso de adoctrinamiento. Por un lado, Mercedes, quien muestra claros signos de obediencia, sometimiento y devoción religiosa, es alabada por las religiosas que dirigen su colegio, siendo recomendada para continuar con la vocación de monja. Por otro, la protagonista (Narcisa), quien demuestra su constante rechazo y subversión hacia el poder religioso dominante, es fuertemente reprendida por su continua falta de subordinación y repetitivos cuestionamientos frente a una iglesia venida a menos. Del mismo modo, Mercedes demuestra un inconsciente rechazo y terror hacia las figuras religiosas, pues en sus sueños “las monjas poseídas por el diablo, bailando desnudas, tocándose ahí abajo, apareciéndose en el espejo” (p. 21) son las protagonistas de sus pesadillas y horrores nocturnos. Por su parte, en el caso de la protagonista del relato “Cristo”, con nueve años, ya siente que el ritual de ir al Cristo del Consuelo y pagar por pedazos desmembrados de muñecos en busca del milagro de la sanación de su hermanito no provocará un cambio en el pequeño, y que el “agüita santa (…) no podía ser milagrosa. Con esa porquería en la boca, sentí[a] ganas de gritarle a todo el mundo que estaba equivocado, que aquí no había más milagro que la señora (…) recibiendo monedas por vender trocitos de cuerpo” (p. 62). Es así como en estos pasajes la religión se presenta a modo de un sistema opresivo que perpetúa la violencia y refuerza la subordinación de las mujeres.

Los monstruos en la adolescencia

En Pelea de Gallos, la adolescencia y primera juventud se narran como un territorio tumultuoso y desafiante, marcado por las experiencias que identifican su transición hacia la adultez. De igual manera, para la etapa de la juventud hemos identificado cinco momentos clave que señalan la clase de monstruos que la habitan: el interés por la sexualidad, la iniciación en la feminidad, el sometimiento al sistema patriarcal y a la voluntad masculina, el despertar de la consciencia y, finalmente, la ruptura de la relación con la institución religiosa. En cada una se entrelazan tramas que revelan cómo las protagonistas y todos los seres marginales que habitan estos relatos son señalados como monstruos por no ajustarse a la ideología del poder de la sociedad.

En primer lugar, se debe dividir la experiencia sexual de los personajes durante esta etapa de la vida en dos tipos: consensuado y no consensuado. Esta clasificación se vuelve necesaria en tanto que existen personajes cuya interacción sexual proviene de la voluntad propia y otros que son forzados a mantener encuentros con personas desconocidas. Por un lado, la experiencia erótica consensuada provocará un sentimiento de autodescubrimiento, en el que el personaje es capaz de identificar las prácticas y relaciones con las que más cómodo se siente, incluso si estas son señaladas como prohibidas, pecaminosas o moralmente incorrectas. Lo anterior encaja con el perfil de lo monstruoso, pues a lo largo de los relatos los deseos carnales habitan la clandestinidad. Por otro, si estas interacciones no son consensuadas con antelación, las cosificadas protagonistas se exponen a ser tratadas como objetos sexuales, enfrentándose a la lasciva mirada de un sistema que la fuerza a intentar encajar en estereotipos de belleza y comportamiento para satisfacción del otro.

En el relato “Nam”, por ejemplo, se narra la atracción de la protagonista hacia su mejor amiga, cuyo deseo “ha reventado como millones de bengalas en [el] cerebro” (p. 31); hasta que la besa “con un amor tan intenso que sient[e] que va a matar[le]” (p. 35). Más tarde, durante un acto más erótico y carnal, a las amigas se les une el hermano de una de ellas, concretando el acto incestuoso. O, como ocurre en “Persianas”, en donde los jóvenes protagonistas juran casarse los tres y ser mejores padres de lo que fueron los suyos.

El despertar sexual durante esta etapa de la vida se ve plagado por las acciones de autodescubrimiento, satisfacción y placer. En el relato “Crías”, el acto sexual se asocia al canibalismo animal: “enteraba de que el hámster seguía pariendo y comiéndose a sus crías [le] excitaba” (p. 47); una experiencia que se aleja por completo de los deseos sexuales convencionales que la Iglesia la condena cínicamente.

Es el caso de María, en el cuento “Luto”, quien fue descubierta por su hermano mientras “se tocaba entre las piernas y gemía” (p. 75), provocando que él la describiera con los peyorativos de “puta, aliada del maligno”, porque para el hombre, “en eso consistía ser puta: en gustar del gusto” (p. 75). Por esto, María fue condenada a la constante violación de todo tipo de hombres, entre ellos su propio hermano.

Algo similar ocurre en “Subasta”, donde la mujer- cuerpo-sexo es vendido al mejor postor: “el gordo la toca. Lo sé porque dice miren qué tetas, qué ricas, que paraditas, que pezoncitos y sorbe la baba y esas cosas no se dicen sin tocar y, además, qué le impide tocar,

quién” (p. 16). De esta forma se deshumaniza a la joven, cosificándola al punto de comercializar su cuerpo, con “un lenguaje sin lugar, como su cuerpo es un cuerpo ajeno, o disruptivo, respecto de las gramáticas del pensamiento y de la vida social” (Giorgi, 2009, p. 324), pues el uso de palabras malsonantes provoca en el lector la polifonía del miedo. El lenguaje transgrede la realidad y crea una atmósfera que exalta los detalles grotescos.

Así mismo, para la protagonista de “Nam”, la menstruación será la tragedia más grande de su vida. La visita de “la regla” (p. 37), con todos los síntomas que la acompañan, son el detonante para que se perciba como monstrua, incapaz de amar y ser amada, porque el aspecto de una persona cubierta de fluidos humanos no le resulta atractivo y, en consecuencia, ni merecedora de amor. Este terror se sustenta en el tabú social que se ha creado en torno a la menstruación, concebida como un acontecimiento impuro, vergonzoso y monstruoso. En este relato, la protagonista prefiere mentir antes que admitir la verdadera causa por la que necesitaba utilizar el baño con tanta premura.

Una tercera propuesta es el despertar de la consciencia, donde las protagonistas descubren la dolorosa y reveladora realidad de que los verdaderos monstruos se encuentran en el hogar, o son parte de él: familiares, amigos o vecinos. La autora narra la frágil y delgada protección de la mujer en un espacio en donde las protagonistas se encuentra en un permanente estado de alerta y desconfianza. Es el caso de Felipe en el relato “Persianas”, en el que se deconstruye el rol de protectores asignado tradicionalmente a los hombres de la familia. Nuestro protagonista, con esta nueva consciencia y con la tristeza a flor de piel, accede a tener un encuentro sexual con su madre. Felipe sabe que está mal, sabe que su madre se está refugiando en el calor del único hombre que tiene a su alcance en el momento, pero solo se deja llevar por el despecho del abandono.

En este ejemplo es evidente el sometimiento físico y sexual por parte de la madre. Pero es más evidente que los personajes son conscientes de que el conflicto familiar es la norma y no la excepción. En todas las casas, de todos los estratos y posiciones, se vivirán situaciones de violencia en nombre del “amor”. Sin embargo, estos comportamientos están normalizados dentro de la privacidad del hogar, donde nadie mira. Esto quiere decir que, aunque sepamos que dentro de cada hogar existen situaciones de violencia y opresión, públicamente y fuera de la confidencialidad de los límites de familiares se condenarán los mismos actos que están socialmente aceptados mientras se los realicen en privado.

En cuarta instancia emerge del sometimiento de las protagonistas a la voluntad patriarcal, al acatar los paradigmas de una realidad opresiva. Las narraciones evidencian el sistema en el que las jóvenes son presionadas para satisfacer las expectativas de los hombres, renunciando a su propia autonomía y aspiraciones personales. Durante este proceso se enfrentan al mecanismo de la violencia física, emocional y sexual; a la imposición de roles y estereotipos ante una constante lucha por mantener su integridad en un entorno hostil y dominado por el poder masculino. Quizá uno de los relatos que mejor trabaja este tema es “Crías”, donde la protagonista solo tiene que “decirles sí a los hombres”, en especial dentro del ámbito sexual, aunque esto se asemeja a “un vaso barato contra las paredes de diferentes casas” (p. 49).

En “Luto” las protagonistas se han sometido a la voluntad de su hermano mayor que, aunque demuestra la naturalidad de sus deseos sexuales, considera aberrante que sus hermanas los tengan. Por un lado, obliga a Marta a mantener una actitud sumisa y complaciente con él, sin la posibilidad de cuidar a su hermana, a cambio de no condenarla al mismo destino que ella. María, por otro lado, fue sometida a la voluntad de su hermano. La más joven de los hermanos fue expuesta, desnuda, en un establo de animales, donde los hombres dispusieron de su cuerpo para violarlo de todas las formas posibles, golpearlo, quemarlo, cortarlo, pisotearlo, morderlo y hacer todo lo que sus instintos más bajos ordenaran, sin que nadie lo impidiera “para que viera lo que es capaz de hacer la gente cuando nada la detiene” (p. 73).

El biopoder, como lo estudió Foucault (1976), lo entendemos como el control que ejerce poder sobre la vida privada del cuerpo. En este sentido, el hermano mayor, que aquí creemos representa a Lázaro, es la figura en la que se concentra el poder con el que, en nombre de la religión, no solo ha decidido entre la muerte o la vida de la acusada, sino ha dispuesto del cuerpo de ella como si fuese mercancía manipulable. María atraviesa lo que se conoce como suplicio”, que según el propio Foucault expone el cuerpo físico (y luego espiritual) al límite tolerable de dolor, a manera de amedrentamiento, sobre lo que puede sucederles a otros si llegasen a cometer los mismos actos que motivaron este escenario de tortura. No obstante, el castigo impuesto a María solo se justifica por una falsa moralidad religiosa, pues de ser así el hermano mayor no hubiera abusado de ella mientras creía que nadie veía. El hecho de castigarla por hacer algo que él mismo hace, invalida su justificación de hacerlo con intención moralizante.

No es de extrañar que el mejor acto de subversión que se le pudiera ocurrir a Marta fuera dejar morir al hermano cuando este enfermó. Se empeñó en la misión de aparentar que cuidaba de él mientras intentaba provocarle más daño del que la enfermedad le hacía sentir. De esta forma, logran por fin subvertir el poder cuando, tras la muerte del hombre, “por primera vez en su vida, Marta se sentó en la cabecera de la mesa” (p. 71), símbolo del poder que ahora era suyo. Ahora su dios ya no sería más aquel en el que creía su hermano y en nombre del que tanto daño provocó a María. Ahora su dios era su hermana, capaz de soportar lo peor de la humanidad y aun así sobrevivir. Las mujeres, complemente traumatizadas por el abuso del hermano, toman la determinación “de que no necesitaban un hombre, menos ese hombre” (p. 74) para poder vivir, y vivir bien.

Los monstruos en la adultez

La transición de la juventud a la adultez se convierte en un período marcado por la crueldad y el sufrimiento. Para efecto de este análisis proponemos cuatro manifestaciones monstruosas durante esta etapa de la vida. Los monstruos contra los que se enfrentarán nuestras protagonistas son: el hombre, llámese esposo, novio, hermano o padre, quienes ejercen el poder jerárquico que la sociedad patriarcal ha designado a los hombres; el ser en crisis, sea esta identitaria, existencial, familiar o de pertenencia; el “otro”, sujeto marginal que ha irrumpido en el sistema, amenazando la estabilidad del orden social; y la figura de apariencia religiosa.

En primer lugar, para identificar a los monstruos en la adultez es necesario comprender la subyugación de las protagonistas ante una figura masculina, que es quien ejerce el máximo poder en su entorno más próximo. En “Crías” existe el caso de dos madres que han sucumbido ante la voluntad de su esposo. Por un lado, en la familia de la protagonista, la madre muestra un visible terror hacia la figura de su esposo, sometiéndose constantemente a complacer su voluntad y mantener satisfecho al marido. Pese a sostener el matrimonio hasta la muerte del hombre, nunca hay indicios que demuestren que la dinámica de su relación haya cambiado por una más sana y amorosa. Por otro lado, la madre de las gemelas, quien pasó totalmente desapercibida ante la mirada del protagonista, la veía “como una mancha caminando con vestido” (p. 47), opacada por la figura autoritaria y violenta del padre. Pese a que esta última mujer también se rindió ante su voluntad y dedicó su vida a cumplir con el rol de ama de casa, el esposo abandonó a su familia. Esto evidencia que la única salida consiste en acatar las órdenes del marido para complacerlo, no por el bien de la relación de pareja o de familia, sino porque esto le permitirá sobrellevar su existencia, como son los casos de aquellos personajes que han sido violadas por sus padres o parejas.

Una segunda propuesta es la del ser en crisis, en el que son las protagonistas quienes se autoperciben como monstruos o son capaces de identificarlos, aunque pasen desapercibidos por el común de la gente. Por ejemplo, Ali sucumbe ante un cuadro depresivo devastador, donde ha descuidado por completo sus funciones como madre, esposa, empleadora y persona. La crisis que acarrea el trastorno postraumático deteriora su salud física y mental, lo que conlleva la desintegración de su familia y la pérdida de la esperanza de una recuperación. La protagonista, que ya había evidenciado indicios de autolesión al provocarse una cortada que le atravesó el rostro, termina por quitarse la vida en un centro comercial. Mientras que para la mirada pública Ali constituye el monstruo desquiciado y desfigurado, la protagonista concibe a los hombres, en especial a su padre, como la amenaza del monstruo abusador y violador.

En “Crías”, por otro lado, encontramos la crisis del migrante. Esta historia narra la tragedia que acarrea el retorno del emigrante al país que ha dejado atrás. La protagonista cree que “volver, […] es imposible” (p. 41); entonces llega la crisis de identidad. Alguien que empezó una nueva vida en un país diferente mantendrá el sentimiento de saber cómo están las personas, amigos y familia que dejó atrás. Sin embargo, al volver se dará cuenta de que la vida continuó y quien migró ya no pertenece a este lugar. También, aunque de manera menos explícita, aborda la figura del que se queda, “el olvidado de los exilios familiares” (p. 42), representado por la historia del vecino de quien estuvo enamorada durante su infancia y adolescencia. Tenemos entonces que el monstruo es el marginal, quien no pertenece a ningún lugar y por esto es visto como extraño, intruso e indeseable.

Una tercera aproximación al monstruo de la adultez se conecta con el concepto de “hegemonía cultural”. Esto quiere decir que, a partir del lugar ocupado en la pirámide social, se estará en posición de ejercer más o menos poder. Por lo tanto, el clasismo emerge como un factor determinante que reluce la condición monstruosa que escondemos subconscientemente. Los personajes de “Coro” creen que apariencia física es un fiel reflejo del estatus social al que pertenece una persona, provocando que este sea el parámetro del que parten para juzgar y valorar al “otro”, perpetuando el ciclo de desigualdad, prejuicios y discriminación. Pero estos parámetros físicos no se limitan a la ropa, maquillaje o lujos materiales ornamentales, antes bien, son el complemento de la corporalidad hegemónica que deben cumplir para ser considerados como iguales. Por ejemplo, en este mismo cuento se retrata la realidad de Verónica, con la piel más oscura y los lujos menos extravagantes. El grupo de amigas parece haberla aceptado dentro de su círculo únicamente para que cumpliera la función de bufón. No obstante, al experimentar un estado de euforia, las mujeres dejan de inhibirse y, después de torturarla con “bromas” sobre su origen, forma de hablar y apariencia, terminan ahogándola hasta la muerte. Sin embargo, una vez que la adrenalina llega a su fin, todas las mujeres se retiran del lugar, sin ningún tipo de remordimiento o preocupación por Verónica. Seguramente, para algunos de los sectores más privilegiados de la sociedad, “el otro” marginal es absolutamente desechable.

En el cuento “Ali” se contrastan, de igual manera, las realidades entre empleadas y empleadoras. Las primeras deben renunciar a su vida, y criar a los hijos de sus patronas, pues estas tienen prohibido engordar o dejar de ser jóvenes y apetecibles. En esta parte reconocemos la tendencia de la literatura contemporánea por desacralizar el rol arquetípico de la maternidad inmaculada, pues las empleadas pasan a ocupar el rol de protectora en el imaginario de los niños de la casa y reemplazan el vacío que deja la ausencia de la madre despreocupada e indiferente. Esto quiere decir que, en la mayoría de los casos, las empleadas domésticas criaron y educaron a los niños, con quienes establecían un vínculo afectivo que sobrepasaba las barreras impuestas por las clases sociales. Sin embargo, es inevitable que los pequeños crezcan y adquieran una visión más sesgada del mundo, influenciada por los prejuicios y los círculos sociales que frecuenten, porque ellos siempre serán “unos señores y señoritas de sociedad que saben que no se saluda a los empleados con besos ni abrazos” (p. 86), perpetuando la cadena de rechazo.

En un cuarto momento tenemos el rechazo a la falsa promesa religiosa. En el mismo cuento “Ali” encontramos que las empleadas domésticas rezan al “Niño Jesús” para alcanzar favores celestiales. Las mujeres tienen fe porque “Dios escucha a los más pobres porque quiere más a los pobres (…). Para algo tenía que servir la mierda de ser pobre” (p. 93). En este caso, la religión se emplea como un mecanismo de control, que este relato busca desestabilizar mediante el recurso de la ironía presente a lo largo del cuento.

Los monstruos en el adulto mayor

En Pelea de Gallos la ancianidad es la etapa de la vida que menos se aborda. Sin embargo, hemos identificado tres momentos clave: la invisibilidad del anciano en la sociedad, la apariencia del cuerpo ligada con la sexualidad y la indiferencia al adulto mayor.

Recordemos, brevemente, que la ancianidad se caracteriza por la soledad y el abandono. Los personajes son relegados al margen de la sociedad y su relevancia es minimizada por los seres a su alrededor, familia, amigos o conocidos. Estos son percibidos como seres inservibles, olvidados y despojados de su identidad y dignidad. La falta de atención y cuidado hacia ellos los sumerge en una profunda sensación de desamparo y desesperanza. La voz narrativa desarrolla la idea de cómo la sociedad tiende a descartar y desvalorizar a aquellos cuerpos que ya no consideran sujetos, condenándolos al solitario destino de la senectud.

Tal es el caso de la abuela de Felipe, en “Persianas”. La anciana se ha convertido en parte del mobiliario de la casa. Sabemos que después de una embolia perdió el habla y no puede emitir opiniones ni comentarios sobre lo que ocurre en la casa. Incluso frente a la posibilidad de comunicarse a través de la escritura, esta posibilidad le es arrebatada por su hija, quien prefiere silenciarla antes de que se inmiscuya nuevamente en la vida de la familia.

En segundo lugar, tenemos la apariencia del cuerpo. La anónima protagonista de “Cloro”, “se mira en el espejo un segundo y tapa el reflejo de su cara con la mano. (…) Recuerda que su piel era del color de la madre perla, una cara tallada en alabastro puro, y ahora es un cartón rosa zanahoria” (p. 107), y se lamenta por la tristeza de la soledad a la que le ha condenado su apariencia. Le pregunta a su reflejo si “¿ella sigue siendo mujer?” (p. 108), pues, a pesar de que ya no sea del interés y agrado de los hombres, sigue deseando el contacto y placer carnal. La protagonista del relato se percibe como monstruo deseante, pero no-deseado, de apariencia desgastada, en un desesperado intento por sentir calor humano.

La tercera y última aproximación hacia la ancianidad es la indiferencia que estos personajes muestran ante el mundo. Estos sujetos experimentan una gradual desconexión con la realidad, volviéndose ajenos a lo que sucede a su alrededor. Esta característica la podríamos justificar como un rasgo de la inevitable senilidad, que les impediría comprender plenamente el mundo que les rodea, lo que genera un mayor distanciamiento emocional. La falta de interés y apatía se convierten en un mecanismo de autodefensa frente al abandono social.

 

CONCLUSIONES

Pelea de Gallos es un cuento que pertenece al denominado “nuevo cuento latinoamericano” (Gaeta, 2022), no solo por el estilo directo y crudo, cada vez más empleado en la narrativa contemporánea, sino por las temáticas que aborda. El nuevo milenio trae consigo el interés por narrar, a manera de denuncia, la violencia de género, la exclusión del colectivo LGBTI, la migración, los escándalos que envuelven a la Iglesia, entre otras problemáticas. Estos nuevos escenarios se ven infestados por monstruos, seres marginales que desafían las convenciones estéticas, morales, sexuales, corporales, mentales y, sobre todo, los acuerdos de subyugación.

Según Foucault (1976), siempre que exista cualquier tipo de relación de dominio y/o sometimiento, hay la posibilidad de subversión en menor o mayor medida. Entonces, frente a los poderes emanados por la Iglesia, el Estado, la sociedad o la familia, encontramos seres marginales que tensan estas relaciones a través de la creación de mecanismos o dispositivos de contrapoder, como es el caso de lo gótico.

En un primer momento hemos abordado la presencia del monstruo en la infancia, revelando cómo se manifiesta a través de la pérdida de la inocencia, la transformación de las niñas en figuras monstruosas y su deshumanización, así como la desacralización de la familia, especialmente de los padres, y la relación de rechazo hacia la religión. La autora expone la dura realidad que enfrentan las niñas en un mundo violento, con el objetivo de crear consciencia sobre la necesidad de proteger a los más inocentes y vulnerables, para terminar los ciclos de abuso y opresión.

Por otro lado, la adolescencia se presenta como un período de confrontación, dolor y despertar. Durante esta etapa, los personajes se enfrentan a realidades sombrías mientras exploran la complejidad de la vida adulta. La Iglesia es una de las instituciones que ha ejercido un poder significativo sobre las poblaciones a lo largo de la historia, y cuya influencia perdura en el imaginario social de la cultura latinoamericana. Con sus relatos, Fernanda Ampuero desafía las normas sociales establecidas por el poder dominante, al tiempo que pone en evidencia las injusticias y opresiones inherentes al violento sistema patriarcal.

En la etapa de la adultez se produce una amalgama de los monstruos presentes en la infancia y juventud, reviviendo antiguos traumas y horrores que persiguen al individuo en su estado de inestabilidad. Como resultado, esta fase de la vida se ve impregnada de crueldad, destrucción y opresión por parte de personajes cercanos a la casa. Los relatos penetran en la intimidad de los secretos familiares, donde destaca la figura recurrente del esposo, quien somete a su cónyuge de diversas maneras, y cómo estas mujeres rompen el círculo de la subyugación, al cuestionar las estructuras sociales de poder que ejercen control sobre la población, en general.

Finalmente, la vejez constituye el deterioro y metamorfosis del cuerpo, alejándolo de los estándares de belleza establecidos. Como resultado, se genera un desprecio hacia la corporalidad marchita, cuyo entorno físico y simbólico percibe al individuo como un mero adorno espacial, desprovisto de deseos, obligaciones, opiniones y derechos. Y esta percepción lo sumerge asimismo en un estado de invisibilidad y silencio.

 

REFERENCIAS

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 Fuentes de financiamiento

La investigación fue auspiciada por el Vicerrectorado de Investigación de la Universidad de Cuenca, dentro del Grupo Lenguajes, culturas y representaciones.

Conflictos de interés

El autor declara no tener conflicto de interés.

Correspondencia

Manuel Villavicencio Ecuador

E-mail: manuel.villavicencio@ucuenca.edu.ec