ENSAYO

La metamorfosis: del pueblo a la multitud

The metamorphosis: from the people to the multitude

Bailon Maxi Jaime Enrique 1,a


1 Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, Perú.

a Magíster en filosofía.


Citar como: Bailon Maxi, JE.(2024). Lametamorfosis: del pueblo a la multitud. Desafíos, 15(1):56-62. https://doi.org/10.37711/desafios.2023.15.1.414 

 


Recibido: 19-09-23
Aceptado: 13-12-23 
Publicado en línea: 03-01-24




RESUMEN

La noción de pueblo y soberanía popular son elementos esenciales de la idea de república. El pueblo es una figura que ha sufrido a lo largo de la historia diversas transformaciones, sin embargo, siempre ha mantenido su tendencia a la identidad y la homogeneidad y ha sido por excelencia el agente del poder, inclusive hasta en las monarquías, porque por paradójico que parezca el rey era la encarnación del pueblo. En cambio, la multitud, este sujeto social conformado por los procesos de globalización capitalista y por la diáspora de millones de seres humanos, es más bien una multiplicidad, un plano de diversas singularidades que se comunican entre sí y van a desarrollar nuevas tácticas de lucha y nuevas formas de producción cultural. En este artículo desarrollaremos una reflexión crítica de las imágenes de la noción de pueblo que configuraron las elites políticas y culturales durante los principales acontecimientos históricos del Perú independiente. Finalmente, concluiremos analizando como la figura del pueblo ha ido deviniendo en las postrimerías del siglo XXI en el cuerpo de la multitud.

Palabras clave: pueblo; multitud; chicha; cholificación; Estado-nación.


ABSTRACT

The notion of the people and popular sovereignty are essential elements of the idea of a republic. Throughout history, the concept of the people has undergone various transformations, yet it has always maintained a tendency towards identity and homogeneity and has been, by excellence, the agent of power, even in monarchies, because paradoxically the king was the embodiment of the people. On the other hand, the multitude, this social subject shaped by processes of capitalist globalization and the diaspora of millions of human beings, is rather a multiplicity, a plane of diverse singularities that communicate with each other and will develop new tactics of struggle and new forms of cultural production. In this article, we will develop a critical reflection on the images of the notion of the people that shaped the political and cultural elites during the main historical events of independent Peru. Finally, we will conclude by analyzing how the figure of the people has been evolving in the late 21st century into the body of the multitude.

Keywords: people; multitude; chicha; cholification; nation-state.


INTRODUCCIÓN

La noción moderna de pueblo ha sido producto de la configuración de los Estados nacionales y ha tenido como una de sus principales características la constitución de aquello que Benedict Anderson denominó una comunidad imaginada, es decir, un conjunto indeterminado de sujetos que comparten una producción simbólica común (lengua, costumbres, creencias religiosas, color de piel). Alrededor de estos elementos simbólicos se articularon las colectividades premodernas conformando los diversos pueblos que sustentaron la soberanía de los Estados nacionales (Hardt y Negri, 2002). El pueblo fue el agente que diluyó las diferencias que existían entre las diversas comunidades, otorgándoles identidad y homogeneidad.

Sin embargo, es bueno aclarar que el pueblo en sus inicios no tenía un carácter revolucionario, sino más bien fue un agente para mantener el statu quo, pues inclusive los soberanos de los Estados imperiales europeos sustentaban su soberanía en base a la figura del pueblo, y el rey era la encarnación del pueblo. Fue recién en el siglo XIX que la noción de pueblo adquirió un tamiz revolucionario (Anderson, 1997; Hardt y Negri, 2002) y se constituyó en un agente que promovió la unidad de las castas coloniales de las diversas regiones del continente americano para luchar por su emancipación del yugo implantado por los super Estados nacionales europeos. Sin embargo, una vez alcanzada la independencia la noción de pueblo y nación volvieron a tener su carácter conservador.

Esta dinámica conservadora/revolucionaria de la noción de pueblo es la que vamos a poder apreciar en el devenir histórico de la República peruana. El presente ensayo va a desarrollar cómo se constituyó la figura de pueblo en los inicios de nuestra vida independiente, señalando su carácter dramáticamente excluyente. Así mismo, explicaremos cómo esta misma noción de pueblo se fue transformando en un agente de reivindicación de las grandes “minorías” postergadas de nuestro país a lo largo del siglo XX. Finalmente, señalaremos el proceso de emergencia de la multitud en la escena política y social de nuestro país, como efecto de los procesos migratorios y la delicuescencia del orden político republicano.

El pueblo excluyente

La independencia del Perú en el año 1821 no significó el fin del orden estamental configurado en la colonia; por el contrario, la sociedad de castas adquirió todavía una mayor fuerza. La misma noción de ciudadanía se convirtió en un régimen de exclusión, pues solo podían ser ciudadanos los peruanos varones, jefes de familia, propietarios y alfabetos. Es decir, la mayoría indígena, las mujeres, los afroperuanos y los analfabetos estaban excluidos de esta noción de ciudadanía.

La gesta de la independencia de Hispanoamérica fue encabezada por la elite criolla que veía como una amenaza los movimientos de insurrección de indígenas y negros. Todavía estaba fresco el recuerdo del gran levantamiento de Túpac Amaru (1780) y la insurrección de esclavos negros en Haití, liderados por Toussant L’Overture, que dio lugar en 1804 a la segunda república independiente del hemisferio occidental y que sembró el terror de los grandes hacendados esclavistas de Venezuela, a tal punto que “el propio Libertador Bolívar señaló en alguna ocasión que una revolución negra era “mil veces peor que una invasión española”” (Anderson, 1997, p. 79). La rebelión tupacamarista no fue de rechazo al rey de España, sino sobre todo al orden colonial criollo limeño.

Las autoridades coloniales temían que, con el secuestro del rey de España por Napoleón, el apoyo de la península ante insurrecciones populares de indios y negros podría limitarse considerablemente. Esto hizo que los movimientos independentistas hispanoamericanos, forjados básicamente por las diversas corporaciones estamentales de la elite criolla, vieran en las juntas de gobierno una posibilidad de resguardar el orden colonial y de tomar el poder del cual habían sido relegados por más de tres siglos. A los criollos, a pesar de ser miembros de la misma tradición cultural de sus pares peninsulares, lo única que los diferenciaba era su lugar de nacimiento, en base a lo cual no podían ocupar posiciones de alto rango en la jerarquía política y social.

De los 170 virreyes que habían gobernado en la América española antes de 1813, solo 4 eran criollos. Estas cifras son más sorprendentes aún si advertimos que en 1800, menos del 5 % de los 3200,000 criollos “blancos” del Imperio occidental (impuestos sobre cerca de 13700000 indígenas) eran españoles peninsulares. En vísperas de la guerra de la Independencia de México, solo había un obispo criollo, aunque los criollos del virreynato superaban en número a los peninsulares en proporción de 70 a 1. Y por supuesto, casi no había un solo ejemplo de criollo que ascendiera a una posición de importancia oficial en España (Anderson, 1997, p. 90).

Ahora bien, la asunción de los criollos al poder no significó un cambio radical con el orden colonial. Fue un régimen caracterizado por la exclusión de las mayorías (mantuvo la esclavitud y el tributo indígena) y continuó con la concepción de soberanía del virreynato, basado en la figura de una autoridad central cuya legitimidad provenía de la divinidad. Las repúblicas hispanoamericanas sustituyeron al rey por la figura del caudillo que se imponía sobre el resto gracias a la fuerza militar y por la bendición de la iglesia católica, que siguió manteniendo su influencia y privilegios (Klarén, 2004).

Un ejemplo nos puede resultar ilustrativo para apreciar en toda su dimensión el conservadorismo de los regímenes criollos. El mismo día de la proclamación de la independencia del Perú, el 28 de julio de 1821, la Gaceta de Lima criticaba duramente un proyecto de las Cortes de España que buscaba secularizar las instituciones religiosas, suprimir las festividades del santoral católico y hacer que los matrimonios y los divorcios sean estrictamente objeto del campo civil. Exactamente, esta era la posición de la Gaceta:

¡Gracias a Dios que ya no pertenecimos a semejante Nación! La religión va a refugiarse en nuestros países. Esto solo bastaría para justificar la independencia que proclamamos hoy y a cuya perpetuidad nos sacrificaremos mañana con el juramento más solemne en las aras de Dios (Tovar de Albertis, 2021, p. 85).

El conservadorismo de las elites criollas, además de su dependencia a la religión católica, era también profundamente excluyente. El imaginario de pueblo que construyeron las elites criollas estaba solo conformado por el pasado incaico y la herencia hispánica. No había lugar para una soberanía centrada en la masa indígena.

El pueblo indígena en el periodo de la lucha por la independencia y los primeros años de la república fue testigo de cómo sus elites eran debilitadas sistemáticamente. Primero, debido a la derrota de Tupac Amaru II, donde perdieron una serie de atribuciones y privilegios. Sin embargo, el tiro de gracia para la nobleza indígena vendría con la recién instalada república, cuando el Libertador Bolívar decretó en el año 1825 la abolición de los curacazgos. De esta forma, el glorioso pasado incaico que la nobleza indígena supérstite ostentaba orgullosamente fue apropiado por la elite criolla como un mecanismo para neutralizar políticamente a las masas indígenas. De esta forma se constituyó la formula del discurso identitario de la joven nación peruana compuesta por los criollos de la época y los incas del ayer (Méndez, 2000).

Incas sí, indios no

Incluso los pensadores y políticos más liberales no veían la posibilidad de construir una idea de nación con los millones de indios, puesto que los consideraban como una raza degenerada y en extinción. En el Mercurio Peruano, una publicación editada por los próceres de la independencia, es decir, el sector más “progresista” de la época, se referían a los indios de esta manera:

La legislación conoció la cortedad no solo de ideas sino de espíritu del indio y su genio imbécil, y para igualar de algún modo esa cortedad le concedió las excepciones y la protección de que se trata. El indio tiene el cabello grueso, negro, lacio, frente estrecha y calzada, los ojos pequeños turbios y mohinos, la nariz ancha y aventada, la barba lampiña, el sudor fétido, por el cual son hallados por los podencos como por el suyo los moros de Granada (Arguedas, 1967, p. 1).

Recién con el advenimiento del siglo XX y a través de la consolidación de formas capitalistas de producción, la expansión de la cobertura escolar y la imprenta, se fue consolidando una idea de soberanía territorial y la inclusión de indios y mestizos varones en la noción de pueblo.

La narrativa del pueblo en el siglo XX fue configurada por dos grandes procesos sociales (Cotler, 2021; Martuccelli, 2015; Zapata, 2021): a) la modernización capitalista del sector extractivo y el surgimiento del APRA de Víctor Raúl Haya de la Torre; y b) las migraciones de los años 50 y 60 y la revolución velasquista.

El pueblo de los trabajadores manuales e intelectuales

Con el colapso de la República Aristocrática y la llegada al poder del presidente Leguía en el año 1919, un nuevo actor social entró en la historia del Perú: el pueblo de los trabajadores. A diferencia del pueblo imaginado por los criollos decimonónicos, este pueblo estaba conformado por sujetos de carne y hueso, obreros, mineros, campesinos de las haciendas u operarios de pozos petrolíferos. Este proletariado hizo su ingreso en la historia de la mano del APRA el primer partido de masas del Perú.

Este movimiento en sus inicios tuvo una retórica fuertemente antiimperialista y pretendía constituirse en una alianza de clases de trabajadores manuales e intelectuales; estos últimos eran básicamente una clase media de origen provinciano. Desde la visión de Haya de la Torre, el imperialismo encarnado en las empresas transnacionales era la cara principal del capitalismo en Indoamérica y había establecido una alianza con las elites criollas precapitalistas. Era entonces necesario conformar una burguesía nacionalista que se aliara con los obreros, los campesinos y las capas medias.

Esta alianza interclasista era la simiente de la construcción de lo popular nacional para el aprismo (Martuccelli, 2015). El modelo de un Estados antiimperialista y una alianza interclasista prendió en varios países de América Latina, pero no fue el caso del Perú. El APRA de Haya de la Torre nunca pudo llegar al poder, su enfrentamiento con el ejército le impidió hacer realidad desde el gobierno su modelo nacional popular y no logró darle un rostro político a la imagen que los jerarcas apristas tenían del pueblo.

El Perú como nación cultural, para el APRA se leyó desde Indoamérica, desde el pueblo continente de Antenor Orrego, e incluso, como un país inmaduro y adolescente en Luis Alberto Sánchez; se expresó en el vals peruano o en las novelas de Ciro Alegría, pero no logró mintegrar y comprender, sino lustros después, la especificidad de la experiencia chola y popular limeña (Martuccelli, 2015, p. 35).

La visión del pueblo del APRA estuvo fuertemente imbuida por la idea del mestizaje. En ese sentido tomó distancia de las posiciones de los intelectuales progresistas de la primera mitad del siglo XX (José Carlos Mariátegui, Luis E. Valcárcel, José Antonio Encinas), que renegaban de la figura del mestizo y proponían una visión pura e incontaminada de lo indígena. Inclusive dos de estos académicos llegaron a tener posiciones de poder, Valcárcel fue ministro de educación y Encinas, un intelectual puneño, fue rector de San Marcos. “Desde su puesto de autoridad, Valcárcel se opuso al mestizaje y, en particular, exhortó a los cusqueños a no ceder en su orgullo de Incas, no descender a la pueril condescendencia del cholismo” (De la Cadena, 2014, p. 80).

La apuesta por el mestizaje del APRA no pudo desarrollarse y tampoco pudo constituirse en una política de Estados. Para el APRA, a pesar de su enorme aparato organizativo, al estar fuera de la ley por muchos años, su trabajo de masas era muy limitado. Si bien llegaron a conformar una red de servicios comunitarios: academias de formación universitaria, cursos de oratoria, centros de atención primaria de la salud; el alcance de esta red no pudo extenderse a todas las localidades del territorio nacional.

En otros lugares de América Latina, la figura del pueblo fue configurada desde el gobierno con partidos nacionalistas y alianzas de clases. El veto que sufrió el APRA para hacer política formal, por parte de los militares y la oligarquía, hizo que el partido aprista fuera tomando distancia de los procesos sociales que se estaban viviendo en el país.

El pueblo de los migrantes

Buena parte del programa antiimperialista del APRA fue retomado por una cúpula de militares progresistas a finales de los años 60. Este proceso fue encabezado por el General Juan Velasco Alvarado, que tomó el poder luego de derrocar mediante un golpe de estado al presidente Belaúnde, emprendiendo un conjunto de reformas que buscaron conformar una clase dirigente nacionalista, bajo el liderazgo del autodenominado Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada.

Entre las principales medidas que adoptaron podemos destacar: la reforma agraria y la estatización de empresas claves del sector extractivo de la economía (minería, petróleo y pesca). Alrededor de estas acciones se fue gestando también un discurso de reivindicación de las mayorías indígenas, ahora devenidas en campesinas. Se oficializó el quechua y se reivindicó la figura de Tupac Amaru, convirtiéndose en el icono del proceso revolucionario.

Cuando Velasco hizo la reforma agraria ya el poder de los terratenientes y gamonales estaba herido de muerte (Degregori et al., 2014). Desde los años 40 y 50 del siglo XX, grandes movilizaciones de campesinos de diferentes comunidades habían emprendido un proceso de luchas contra el orden feudal y habían iniciado un proceso de democratización y modernización. El complejo mundo andino prehispánico como resultado de la conquista y la imposición del orden colonial que permaneció prácticamente inalterado durante la república tuvo como efecto la atomización de las sociedades andinas, reduciéndose de nuevo todo al ayllu, es decir, el regreso a la semilla.

No hay mundo andino, no hay identidad andina, lo que hay son identidades del Ayllu. Cuando yo voy a Puquio y pregunto a un campesino, el campesino no me dice yo soy peruano, yo soy andino, ni siquiera me dice yo soy puquiano. Me dice yo soy Collana, yo soy Pichgachuri. Ha regresado al Ayllu (Degregori et al., 2014, p. 57).

Este proceso de descomplejización del mundo andino vino de la mano también con uno de democratización. La sociedad incaica y la república de indios conformada por la colonia eran sociedades muy jerárquicas. Con el fracaso de la revolución tupacamarista y el descabezamiento de las elites indígenas, la vuelta a las comunidades primarias hizo que en estas se instaurara un orden democrático basado en la meritocracia. Estos comuneros en pleno siglo XX, como producto de los procesos de democratización, fueron dejando atrás la nostalgia por el pasado incaico, sostenida en el mito de Inkarrí, y abrazaron el mito del progreso, encarnado en la educación escolar y en los procesos migratorios a las grandes ciudades oligárquicas. Lima, la Ciudad de los Reyes, y Arequipa, la ciudad blanca, en la segunda mitad del siglo XX experimentaron un cambio democrático en su conformación social y estética.

Tanto la educación como las migraciones fueron fenómenos sociales etnocidas. En la escuela de mediados del siglo XX, el término educación intercultural no existía, eran un territorio que reivindicaba solo la cultura occidental hispana. Y en el caso de las migraciones, el inmigrante andino tenía que adoptar los códigos culturales occidentales, de manera que tuvieron que dejar sus prendas de vestir y su idioma. Los migrantes adoptaron una estrategia de “caballo de Troya”; así, se camuflaron y se mezclaron, constituyendo un proceso de “cholificación” que le cambió el rostro al Perú. Pero no se trató de un proceso de aculturación de los migrantes andinos a los patrones de la cultura occidental criolla. Si bien muchos tuvieron que “olvidar” sus lenguas originarias por una táctica de supervivencia, esto no significó una ruptura, pero tampoco un proceso de creación de una nueva cultura.

En resumen, el fenómeno cholo, aporía étnico y social, no desarrolló una genuina cultura chola. Fue más definido desde un desgarramiento, entre el indio y el criollo (“cholo soy y no me compadezcas”); lo que, si no lo privó de orgullo, no dio origen a una cultura propia (Martuccelli, 2015, p. 81).

La revolución velasquista no acompañó el proceso de cholificación, si bien en el plano simbólico revalorizó el componente andino de la peruanidad (la figura de Tupac Amaru, el quechua, la literatura de Arguedas). Y hubo un intento de politización de los sectores populares emergentes a través del Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social (SINAMOS) y de Central de Trabajadores de la Revolución Peruana (CTRP), las cuales fueron experiencias que nacieron premunidas de un halo de desconfianza, tanto de los propios dirigentes populares como de los mandos militares. Sin embargo, el velasquismo fue el agente catalizador que permitió que la choledad pudiera fermentarse y constituirse en uno de los ingredientes de la cultura chicha.

La secesión chicha

La choledad no logró consolidar una cultura y un proyecto de pueblo (Portocarrero, 2004); fue más bien la gesta de un proceso de aclimatación de los migrantes andinos a las grandes ciudades, especialmente a Lima. Este proceso tuvo un costo social muy grande, pues significó la pérdida o el ocultamiento de matrices culturales básicas de los migrantes: restricción del uso de sus lenguas maternas, occidentalización de sus formas de vestir y una paulatina desvinculación de sus comunidades de origen.

La crisis económica provocada por el primer gobierno de Alan García y el shock económico de Fujimori, dejó en un estado de precariedad a millones de migrantes y su descendencia. Estos, para sobrevivir, se fabricaron empleos: comercio ambulatorio, conductores de combis, trabajo doméstico, etcétera; y desarrollaron estrategias comunitarias de supervivencia: comedores populares y rondas urbano-marginales.

Estos difíciles años se convirtieron en la piedra de toque que forjó la cultura chicha, que a diferencia de la identidad chola que todavía se movía en el eje de la dicotomía cultural hispano/indígena, fue más bien el punto de quiebre, una secesión respecto a esta dicotomía colonial y republicana. Si bien la chicha tiene reminiscencias andinas muy fuertes en los colores de sus afiches, en los acordes de sus piezas musicales y en la participación de grupos en fiestas patronales provincianas. La chicha no vio en la cultura andina un espacio de reivindicación identitaria, más bien transculturalizó las producciones culturales del ande e hizo lo mismo con elementos mainstream de las industrias creativas de las corporaciones internacionales (Martuccelli, 2015; Quispe, 2021).

Con las formas culturales criollas dominantes, en lugar de confrontación o una búsqueda de legitimidad, hubo más bien impasibilidad. A diferencia de los huachafos y los cholos, que vieron la cultura criolla como un patrón de medida de su pertinencia social, la multitud chicha ha sido completamente indiferente a la aprobación de las elites criollas.

En el fondo, se trató de migrantes o de individuos de extracción popular que se despreocuparon del qué dirán y del buen gusto de los de arriba…en un país sumido en el desorden y la pobreza de los años ochenta, el tema central fue la supervivencia, “ante el flagelo de la vida cara, la violencia, la desagregación social, en muy poco cuenta ‘el qué dirán’”. En todo caso, es manifiesto que los de abajo dejaron de imitar a los de arriba e ingresaron en un proceso de otra índole: en verdad, en un proceso de invención paralelo, que solo se volvió mayoritario cuando dejó de ser asociado a una cultura particular (Martuccelli, 2015, p. 205).

Si bien la chicha es indiferente a la hegemonía cultural criolla, eso no significa que haya construido una contrahegemonía de origen popular, lo que sí ha logrado establecer es una sociabilidad común que es compartida por todos los actores que pueblan las diversas arenas de la ciudad capital (Martuccelli, 2015). Esta sociabilidad está caracterizada por la forma de relacionarse que tienen los viejos y nuevos limeños, el achoramiento generalizado, un humor de aplaste y el racismo como elemento para marcar territorios.

El caso del racismo es interesante de examinar, porque ya no se trata del racismo colonial de los de arriba frente a los de abajo y de blancos frente a los otros. El racismo chicha es un racismo entre los de abajo, en donde no solo se examina la pigmentación de la piel sino sobre todo el nivel de adopción de los otros de la cultura urbana hipertecnologizada.

Si bien la cultura criolla es dominante en algunos nichos, ha perdido representatividad en el plano político y económico. Los partidos políticos han devenido en vehículos o, mejor dicho, combis para llevar candidatos a las elecciones y las organizaciones populares (sindicatos, asociaciones civiles, movimientos regionales); son entes que quedaron fuertemente debilitados producto de la terrible crisis económica de los años 80 y 90 y de sus enfrentamientos con la barbarie senderista. En este contexto, lo que se desarrolló en la ciudad de Lima es una nueva sociabilidad, una forma de relacionarse de sus habitantes mediada por la desconfianza, el achoramiento y la informalidad económica y cultural.

Esto es lo que se denomina como sociabilidad chicha, y la mejor expresión de esta sociabilidad popular en el Perú fue el régimen de Alberto Fujimori, el primer presidente chicha del Perú, y los siguientes mandatarios han continuado esta nueva tradición cultural, salvo los breves interregnos de Paniagua y Sagasti. Lo mismo sucede con el Congreso de la República, los gremios de la minería ilegal, cocaleros, universidades chatarra y transporte informal están muy bien representados. Sin embargo, estos políticos chichas no han construido una imagen de pueblo en el sentido de una mayoría con una identidad única. Posiblemente esto ya no es posible de realizar, más que un pueblo lo que tenemos ahora es una multitud chicha.

Multitud chichera

La multitud, este sujeto político estudiado por el filósofo Antonio Negri (Hardt y Negri, 2004), ha sido uno de los efectos de la diáspora de millones de seres humanos que han huido de la crisis económica y humanitaria de sus localidades de origen. Estos migrantes han sido el caldo de cultivo de la multitud que “se compone de innumerables diferencias internas que nunca podrán reducirse a una unidad, ni a una identidad única. Hay diferencias de cultura, de raza, de etnicidad, de género... diferentes formas de trabajar, de vivir, de ver el mundo” (Hardt y Negri, 2004, p. 216). Estas diferencias no se disuelven, sino más bien permanecen y están en constante comunicación, asumiéndose todos como pares.

La expresión local en nuestro país de este fenómeno mundial ha sido la cultura chicha, fenómeno que ya trascendió los linderos de la producción estética (música, afiches) para

constituirse en parte de la sociabilidad de los peruanos. Si bien, esta tiene un lado negativo (racismo, achoramiento), también ha podido desarrollar una nueva forma de entender la lucha política: las invasiones (de los migrantes) de países, ciudades y terrenos, la piratería de la producción simbólica y movimientos que aglutinan colectivos disimiles (minorías sexuales, fanáticos de equipos de futbol, gamers, grupos religiosos). Estos colectivos se han ido conformado en torno a banderas de lucha muy específicas: permisos de trabajo, títulos de propiedad, servicios de agua potable; todo esto sin perder la singularidad y autonomía de sus miembros.


CONCLUSIÓN

La formación de una identidad nacional en torno a la noción del pueblo fue uno de los grandes fines de los Estados nacionales modernos. En nuestro país, la figura del pueblo estuvo, desde los inicios de la república, signada por una lógica de exclusión real y simbólica. Para los padres de la independencia el pueblo eran mlos hijos de los españoles nacidos en estas tierras y los fantasmas de mítico pasado incaico. Bien entrado el siglo XX, recién fueron incluidas en la figura del pueblo las mujeres, las poblaciones indígenas y las minorías afrodescendientes; pero se trató de una inclusión retórica, porque el poder a lo largo de este siglo fue detentado por las elites militares y la alta burguesía exportadora de commodities.

Con el advenimiento del siglo XXI, los procesos migratorios y la ebullición del Perú informal, se fue conformando la multitud. Este sujeto político, a diferencia del pueblo, va a rehuir de la noción de identidad y de la búsqueda de reconocimiento del aparato estatal. Las multitudes son diversas, multicolores; no obstante, pueden llegar a comunicarse manteniendo sus diferencias y todo esto gracias a la producción de “lo común”, elemento que se ha ido configurando a partir de las prácticas de supervivencia y lucha inventadas y trabajadas entre los sujetos de la multitud.

Sin embargo, la multitud chicha en el Perú no ha logrado construir un proyecto político, pero si ha logrado configurar una sociabilidad que inclusive ha sido encarnada por la mayoría de los políticos gobernantes en el siglo XXI. Estos politicastros adoptaron el lado oscuro de la chicha: la informalidad, sacarle la vuelta a la ley, el achoramiento. Empero, la chicha también tiene un lado positivo: la creatividad, las fusiones y una apuesta vital; pero todo esto todavía no ha logrado cuajar en un proyecto político. Demandará mucho coraje e imaginación pensar una república que tenga como protagonista a la multitud chicha.


REFERENCIAS

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Fuentes de financiamiento

La investigación fue realizada con recursos propios.

Conflictos de interés

El autor declara no tener conflictos de interés.

Correspondencia

Bailon Maxi Jaime Enrique

Dirección: Universidad de Lima, Facultad de Comunicación. Avenida Javier Prado este 4600, Santiago de Surco, Lima.

Teléfono: 971 140 119 Email: jbailon@ulima.edu.pe