EDITORIAL
Imagen y semejanza: las ciencias sociales ante el advenimiento de la inteligencia artificial
Image and likeness: social sciences in the face of the advent of AIs
Alfredo Léal 1,a
1 Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México.
a Doctor en Estudios Latinoamericanos.
Recibido: 13-10-2023
Aceptado: 21-12-2023
Publicado en línea: 04-01-2024
Citar como: Leal, A. (2024). Imagen y semejanza: las ciencias sociales ante el advenimiento de las IA. Desafíos, 15(1):7-10. https://doi.org/10.37711/desafios.2023.15.1.405
En el prefacio a la segunda edición portuguesa del libro Democracia al borde del caos, Boaventura de Sousa Santos (2014) plantea una dicotomía que caracteriza a las ciencias sociales:
Los tiempos de crisis transforman a los científicos sociales en seres particularmente divididos. Basados en el conocimiento que han ido acumulando, escriben sobre la probable agudización de la crisis, pero lo hacen con la secreta esperanza de que no suceda. Hacen propuestas sobre los caminos de solución que menos afecten la calidad de vida de la gran mayoría de los ciudadanos, pero lo hacen con el secreto temor de que aquellas no sean viables. O sea, ora quieren ser sorprendidos por la realidad y temen no serlo, ora no quieren ser sorprendidos por la realidad y temen serlo (p. 16).
Esta singular y, quiero creer, honesta escisión en la labor de quienes dedican su vida al estudio de los fenómenos sociales, desde cualquiera de las tantísimas aristas que los atraviesan, despliega, a la manera de las líneas paralelas que sólo han de cruzarse en el infinito, su propia paradoja: ¿qué pasaría si, a pesar de todas las herramientas epistemológicas y metodológicas con las que cuentan actualmente las y los científicos sociales, la crisis en cuestión consistiera en algo que, de suyo, escapa por completo al entendimiento humano? En otras palabras, ¿y si en vez de las dos opciones, presagiar o lo peor o lo menos peor, aconteciera una tercera, la cual consistiría en una ampliación de la crisis que ocurre-y-no-ocurre al mismo tiempo? La reciente angustia en torno a la inteligencia artificial, que ha llevado a guionistas e histriones hollywoodenses a mantener una huelga desde mayo del presente año, parece plantearnos un momento único en la historia de las sociedades —uno donde, para bien y para mal, esta división se resuelve—.
En primer lugar, es necesario decir que no se trata de la inteligencia artificial, cuya representación se basaría en aquella de lo que entendemos por razón —y, para el caso de la ciencia, razón ilustrada—, sino más bien de muchas, infinitas inteligencias artificiales ocurriendo-y-no-ocurriendo todas al mismo tiempo. Si algo hemos aprendido, tanto de la ciencia ficción cuanto de las actualizaciones que, sin perderla de vista a través de una suerte de espejo retrovisor como lo son los estudios culturales, la filosofía ha ido realizando a categorías como sociedad, humano y cuerpo, es que las inteligencias artificiales no existen del modo en que nosotrxs existimos y, por lo tanto, no piensan del modo en que nosotrxs pensamos. En suma, las inteligencias artificiales no son.
La referencia obligada es, desde luego, Donna Haraway (2004) y su Manifesto for Cyborgs. El ciborg, vocablo que usaremos ahora como sinónimo de las IA, no es, a pesar de que nuestra ontología sea el ciborg, puesto que, de acuerdo con Haraway (2004), éste no surge en el marco de una mitología occidental. ¿Por qué? Porque el ciborg carece de un arché, de un origen establecido a partir del logos griego:
El ciborg no sueña con una comunidad bajo el modelo de la
familia orgánica, esta vez sin el proyecto edípico.
El ciborg no reconocería el Jardín del Edén; no está hecho de barro y no puede
soñar con regresar al polvo. (…) Los ciborgs no hacen reverencias; no recuerdan
el cosmos. Son cautelosos de caer en el holismo pero
están necesitados de una conexión — parece incluso que tienen tendencia natural
a la política de frentes unidos, aunque sin el partido de vanguardia. El
principal problema con los ciborgs, por supuesto, es que son los descendientes
ilegítimos del militarismo y del capitalismo patriarcal, sin mencionar al
socialismo de estado. Mas los descendientes ilegítimos son, por lo común,
excesivamente infieles a sus orígenes. Sus padres, a final de cuentas, no son
esenciales. (pp. 9-10)
El origen de las IAs es, de este modo, un no-origen. Aunque ello no implica que, si decimos que las IAs no son, no podamos en cambio reconocer que sí están. Pero, ¿dónde?
Las inteligencias artificiales, en cuanto entidades implicadas en una historia (la suya) que se está borrando (a manera que se escribe), son básicamente una posición territorial en relación con “un terreno constituido por definiciones en pugna” (Harvey, 2017, p. 208). ¿Qué terreno es ese? Simplifiquemos: las IA están en eso que llamamos pensamiento. Y bien, si hay muchas corrientes del pensamiento —todas las cuales, en alguno de sus cauces, tocan o son tocadas por las problemáticas sociales— es porque éstas fluyen a la manera de ríos que desembocan, todos, en el mismo océano. En ese enorme, inabarcable océano-pensamiento es donde navegamos para pensar a las IA como localizables. Sin embargo, como es bien sabido, todos los ríos sólo fluyen en una dirección. O, lo que es lo mismo: por más corrientes del pensamiento que sigamos para localizar a las IA, estas seguirán permaneciendo en lo que no nos es dado pensar. Como sucede con el océano cuando nos aventuramos en las profundidades, hay un punto donde, simplemente, dejamos de ver.
A eso quiero referirme cuando digo que ocurre- y-no-ocurre al mismo tiempo: lo que llegará a suceder en relación con las inteligencias artificiales, el resultado final, sea cual sea, permanecerá por completo impensable desde nuestro entendimiento, escapará a todas las herramientas con las que contamos por el hecho de provenir de una inteligencia que no compartimos. Es por esto que parece sencillamente ocioso pensar que una inteligencia artificial puede, por ejemplo, llegar a escribir el Quijote. Como lo demostró Borges, la operación verdaderamente radical que puede efectuar (se a partir de) la novela del caballero de la triste figura, a la manera de un reflejo dialéctico con las novelas de caballería que llevan a la locura al propio Alonso Quijano, no radica en la escritura sino en la lectura: aun cuando es, palabra por palabra, el mismo, el Quijote de Pierre Ménard excede todas las posibilidades de aquél de Cervantes. Medir los alcances de las IA con parámetros limitados a nuestra inteligencia es fútil porque, para ponerlo en palabras de Borges (1984) leyendo a Ménard, “la verdad histórica (…) no es lo que sucedió, es lo que juzgamos que sucedió” (p. 449).
¿Sabemos, pues, lo que vamos a encontrar si dejamos el mundo en “manos” de las IA? Lo sospechamos, acaso. Y, como toda sospecha, en el fondo creemos que estamos exagerando. Sin embargo, lo que nos diferencia, o mejor, lo que nos distingue de los ciborgs, de las inteligencias artificiales, lo que nos es dado imaginar se cifra en una distancia que nosotrxs vemos sólo en los resultados. Como lxs huelguistas del mainstream cinematográfico, estamos tal vez vislumbrando consecuencias en el ámbito de la producción cuando en realidad la distinción se encuentra cifrada en alguna parte del sistema, de los sistemas que nos conforman y con los que conformamos instrumentos para aproximarnos a lo real.
Me parece pertinente, en este sentido, y para tratar de ampliar este problema, que usemos como ejemplo el sistema de producción de pensamiento que llamamos Academia. ¿De qué depende? Tal como está configurada a causa de las reformas neoliberales que la subsumieron al régimen de eficiencia terminal —el cual consiste, básicamente, en evaluar la calidad de una determinada empresa universitaria con base en cuántos productos ponga a circular en el mercado, pudiendo éstos ser papers o egresadxs …—, la Academia es un sistema que depende de la interconexión de centros globales de producción del pensamiento. Es decir, la Academia es un sistema comunicacional. Y todo estaría, digamos, “bien” si aquello que comunicara no fuera, como lo es, tautológico.
Pienso en Heidegger. Pienso que a Heidegger no le interesaba citar a los metafísicos renombrados de su tiempo o, para el caso, de cualquier otro tiempo. A Heidegger, que es probablemente el último filósofo stricto sensu y sin lugar a dudas el primer gran scholar de la Academia, le interesaba escribir una ontología —y, creo recordar que dijo, probablemente también una teología en la que no aparecería ni una sola vez la palabra Sein. A nosotrxs, en cambio, nos interesa relacionar la ontología heideggeriana con el trabajo de lxs heideggerianos de nuestro tiempo, quienes, a su vez, pensaron el problema del Ser a partir de quienes habían comentado a Heidegger, etc., etc. Volvemos al problema de las líneas paralelas que sólo se encuentran en el infinito: quienes trabajamos para el sistema que llamamos Academia articulamos ideas que son, en verdad, apenas, acercamientos a una idea, a veces incluso retrocesos, porque lo que argumentamos no interesa tanto como le interesa a la Academia interrelacionar centros de producción de pensamiento para que éstos sigan produciendo pensamiento. Heidegger —no el hombre ni el político ni el filósofo sino, simplemente, el nombre— produce pensamiento que genera más pensamiento: plusvalor.
Si sustituimos el nombre de Heidegger por el de cualquier científicx social —a quienes, al inicio de este texto, vimos que la crisis escindía en dos— tal vez no nos escandalice pensar que este sistema que llamamos Academia podría, en cuestión de segundos, ser derribado por las inteligencias artificiales. Y no porque esté “mal”. En última instancia, las IA deben, porque pueden, tener un conocimiento totalmente distinto del bien y del mal. Lo derribarían porque se darían cuenta de que es susceptible de ser derribado.
Una imagen: digamos que alguien se propone leer todos los libros que, de acuerdo con los tantos manuales de superación personal que existen, todo ser humano debería leer antes de morir. Es, sin duda, más allá de loable, posible. No obstante, aquello que caracterizaría a nuestro sujeto sería que trataría de leerlos sólo después de enterarse de que padece una enfermedad mortal y se encuentra en un estadio terminal de la misma. La frase “le quedan a usted tantos meses de vida” sería respondida acá con un “ok, entonces leeré los 100 —o 1000 o 1 000 000— libros que todo ser humano debe leer antes de morir”.
Este es precisamente el problema de nuestro pensamiento al estar constituido por sistemas: puesto que la lectura, al menos como la conocemos, es un sistema cuyo mecanismo, por más que pueda perfeccionarse, no es autónomo, es decir, condicionada como se encuentra por las limitaciones físicas — resumidas en aquél tan famoso y tan posestructuralista “levantar la vista” (Barthes 1984)—, es humanamente imposible acelerar la lectura allende cierta velocidad. Es probable, de hecho, que dichas listas de los libros que todxs deberíamos leer antes de morir estén diseñadas por algoritmos a partir de un tiempo promedio de lectura por página, el cual comenzaría a correr con las llamadas crisis de la mediana edad, dividido entre el número de páginas de la totalidad de aquellos libros. Es altamente probable, entonces, que a nuestro sujeto no le dé tiempo.
Esta serie de imposibilidades no es para nada novedosa. De Lessing —quien opone dos sistemas de interpretación de signos: el simultáneo, que aplica a la pintura, y el lineal, que aplica a la lectura—a Tik Tok —a partir de cuyo uso se ha transformado la característica esencial del sistema-lectura, o sea, la paciencia, reduciendo al mínimo la capacidad de atención mediante la extrapolación de esa actividad designada con el verbo escrolear—, lo imposible ha sido el principio de todo proyecto humano. Quizá, pues, dado que son los sistemas lo único que compartimos con ellas, el problema no sea que las IA solucionarán lo que nos parece imposible, sino que lo harán sin contar con aquello que, para nosotrxs, es el principio mismo de toda posibilidad: la imagen. En otras palabras, lo que nos distingue del ciborg es la metáfora.
Para Hannah Arendt, la sensación de estar vivo es “la única metáfora justa que puede convenirle a la vida del espíritu desalienado” (Kristeva, 2017, p. 142). ¿Por qué? Porque
Arendt atribuye a la metáfora el privilegio de transformar el pensamiento en fenómeno, de reconciliarlo con la “percepción” y el “sentido común”. “Cosecha agobiante” y que no carece de peligro, pero gracias a la cual “el mundo de los fenómenos se inserta en el pensamiento sin que en ello tengan que ver las necesidades del cuerpo” —el lenguaje del pensamiento siendo en sí mismo esencialmente metafórico—, la metáfora recupera el flujo de nacimientos sorprendentes e innovadores: “El simple hecho de nombrar las cosas, de crear palabras, es la manera que tiene el hombre para apropiarse, y, por así decirlo, desalienar un mundo en el que, después de todo, cada uno nace extranjero y nuevo”. (Kristeva, 2017, p. 142. La traducción es nuestra)
La semejanza que las IA mantienen con su creadora, a saber, la Humanidad, es de hecho el principio sine qua non para que todos los escenarios posibles ocurran-y-no-ocurran. Sin embargo, al carecer las inteligencias artificiales de la necesidad de nombrar, al haber “nacido” siempre ya en el mundo nombrado, jamás podrán dar ese paso hacia atrás que implica volver al silencio. En consecuencia, las IAs no son porque no pueden entender la vida en cuanto fenómeno. Esa es nuestra ventaja, la cual debe ser estudiada en toda su complejidad. Ese es, valga la metáfora, el gol en el último minuto.
No veo, probablemente porque soy incapaz de hacerlo, un escenario en el que las IA al ser liberadas de la humana necesidad (por muy tergiversada que ésta sea) de garantizar el plusvalor, tengan interés alguno en mantener el mundo como lo conocemos. ¿Para qué querría una inteligencia artificial seguir atendiendo un McDonald’s (Elola, 2023) cuando puede, no sé, pintar la Mona Lisa? En este sentido, el reto que implican las IA para las ciencias sociales no radica en encontrar nodos irrestrictos de conocimiento que puedan servirle al estado de derecho para, como ya está sucediendo, perpetuarse mediante leyes que las restrinjan; por el contrario: consiste en encontrar y valerse de los dispositivos comunicacionales para liberar cuanto antes a las sociedades de los mecanismos que, hoy mediante las IA como ayer mediante el capitalismo industrial, las esclavizan. La clave, en este sentido, se encuentra en la capacidad de sustituir el trabajo no por un trabajo más efectivo sino por un trabajo crítico. La tarea es, entonces, bastante sencilla: agudizar la crisis.
REFERENCIAS
Barthes, R. (1984). Le bruissement de
la langue. Essais
critiques IV. Éditions du euil.
Borges, J. L. (1984). Obras completas 1923 - 1972 (Tomo I). Emecé.
Dussel, E. (2020). Para una ética de la liberación latinoamericana (Tomo I). Siglo XXI Editores.
Elola, E. (2023). McDonald’s está reemplazando a empleados de
Auto Mac con IA. En DW.
Made for minds. https://www.dw.com/es/mcdonalds-est%C3%A1-reemplazando-a-empleados-de-auto-servicio-con-ia/a-66400673
Haraway, D. (2004). The Haraway Reader. Routledge.
Harvey, D. (2017). El cosmopolitismo y las geografías de la libertad (F. López Martín, trad.). Akal.
Kristeva, J. (2017). Le génie féminin. 1. Hannah Arendt. Gallimard.cracia al
borde del caos. Ensayo en contra de la autoflagelación. Siglo del Hombre
Ediciones; Siglo XXI Ediciones.
Alfredo
Lèal
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